1.
Para cualquier venezolano es familiar el emblemático anuncio, bien sea
diseñado en vistosos materiales plásticos o metálicos, frecuentemente
realzado con neones, que proclama la presencia de una “panadería y
pastelería”, desde la más local en la urbanización o el barrio, hasta
las más grandes en corredores metropolitanos y centros comerciales. En
esa conjunción de nombres se entrevera mucho de la historia del país
urbanizado de prisa en el siglo XX, con su profusa inmigración
mediterránea y su americanizado consumismo, plasmados en el sinfín de
productos que el venezolano ha llegado a adquirir diariamente en las
ciudades grandes; desde el pan y los embutidos, pasando por los
diablitos y la malta, hasta las pilas y tarjetas telefónicas, muchos de
esos productos están disponibles, desde la madrugada hasta la noche, en
esa suerte de abasto modernizado o pequeño supermercado que, sobre todo
la así llamada panadería, ha llegado a ser. De ese híbrido conviene
distinguir las peculiares historias que, si se me permite jugar con mis
recuerdos familiares y referencias urbanas, ambas razones comerciales
han tenido.
Recuerdo que en mi infancia papá traía a casa, como tratándose de manjar evocador de sus tiempos mozos en la Caracas de López Contreras y Medina Angarita, el “pan francés” de Las Gradillas o de Ferrenquín; eran éstas panaderías tradicionales, con algo de bodegas o abastos, situadas en las esquinas homónimas que visitaba yo con mamá, hasta comienzos de los años setenta, en nuestras excursiones al centro o La Candelaria. Aunque seguramente enraizado en el prolongado francesismo de la Bella Época novecentista, me incomodaba ese gentilicio galo otorgado al pan estilo baguette o canilla, el cual no encontraba yo cónsono ni justo con los españoles y portugueses que, según lo que veía, regentaban esos tradicionales negocios, o los más modestos que aparecían en las urbanizaciones caraqueñas. Tampoco tenía mucho de francés el gallego que, con su casco metálico calado y sus guantes de cuero burdo, en una motocicleta como sacada de la Segunda Guerra Mundial, con luengo compartimiento lateral, repartía el pan mañana y tarde en lo alto de San Bernardino; debo reconocer empero que, acaso por aquel galicismo, a la postre recordaría al panadero en las blanquinegras películas sobre la ocupación nazi de París y el régimen de Vichy, las cuales viera yo en la cinemateca de plaza Morelos.
2. Con el campesino y el gallego, las denominaciones de los panes se me hicieron más justas y representativas en los años siguientes, mientras proliferaban modernas panaderías y pastelerías hacia más dinámicos distritos caraqueños, como aquella famosa Selva, con su inmenso y curveado letrero que remata todavía la avenida Libertador, en el cruce hacia Chacaíto; o las panaderías El Carmen y 900, cuya fama fue amasada con el ajetreo comercial y la bohemia intelectual de Sabana Grande. Eran a la sazón amplios negocios con mostradores que tempranamente exhibieron los originales cachitos de jamón y de queso, con sus combinaciones y variantes posteriores, hasta sus hojaldrados equivalentes, que adoptarían el patronímico de pastelito. Al menos desde los prósperos años de la Gran Venezuela, recuerdo que los estantes de esas panaderías se atiborraron de cuanto enlatado y paquete nos acostumbráramos a destapar, desde los productos de la familia Del Monte hasta la Kellog’s, mientras las neveras se poblaban de jugos y refrescos, de quesos y embutidos. No podía faltar, alrededor de la máquina Gaggia o de otras marcas, el café expedido en tazas de losa o vasos de plástico, según todas sus advocaciones venezolanas: el marroncito y el negrito, el con leche y el guayoyo; como ya lo ilustraran algunas novelas de Ramón Bravo y Francisco Massiani primero, de José Balza y Eduardo Liendo después, esos cafés rutinarios han completado el poblado bodegón de consumo, ligero y apresurado en apariencia, pero sustancioso y vernáculo en el fondo, que la panadería venezolana exhibe a diario.
El tipismo caraqueño de ese cuadro secular se me hizo más patente en los años que viví en España, cuando no pude encontrar, en las más bien raras panaderías madrileñas, como tampoco en los forns de Barcelona, el pan caliente para las comidas, al que los venezolanos estamos tan acostumbrados. Ni qué decir de mis años en Londres, cuando cansado del yugo del pan de sándwich, buscaba las barras de tipo gallego o francés, que sólo hallaba, como una fría y endurecida exquisitez, en el bread department de Harrods, en cuyo frente vivía; y ello sólo porque el lema de la mirífica tienda proclama, desde su inauguración en el Londres victoriano, poseer una remesa de cuanto bien se produce en el orbe. Por no haber vivido en Francia, no me atrevo a juzgar la famosa baguette con la que he visto pasar a tantos parisinos bajo el brazo, pero sospecho que no siempre está tan fresca como las barras venezolanas, si se me permite en este caso el chovinismo de campanario, del que suelo ser receloso.
3. En el mutante y desmemoriado paisaje comercial caraqueño, proclive siempre a la invasión por talleres mecánicos y estacionamientos, superados ahora por los buhoneros y los mototaxis, la auténtica pastelería siempre me ha parecido un nostálgico refugio de delicadeza y primores. Acaso ello se deba a las que frecuenté desde mi infancia en San Bernardino, donde primero destacó La Suiza, que además de la galletería y pasta seca, desplegaba en rutilantes vitrinas y neveras las tortas de pastillaje y crema, decoradas en tonos suaves y motivos infantiles; al igual que otras doñitas del vecindario, mamá las buscaba en las tardes de piñata, para presidir la mesa de postre, flanqueada por el quesillo y la gelatina, y ribeteada con coloridos faralaos de papel crepé. Después apareció la pastelería Garber, en la avenida Los Próceres, regentada por aquella elegante señora hebrea que, peinada siempre de peluquería y envuelta en collares de perlas, más parecía una aristócrata centroeuropea, como predicara Elisa Lerner de la encargada de la cercana fuente de soda del Centro Médico, también en la próspera judería que San Bernardino fuera hasta los años ochenta.
A diferencia de la torta seca de almendra y de los azucarados berlines rellenos con crema o mermelada; de las palmeras con canela y las caracolas con frutas confitadas, especialidades todas de la bollería y el hojaldre, más al estilo español, en que La Suiza destacaba no obstante su nombre, la Garber desplegaba una cremosa pastelería afrancesada, con esponjosos profiteroles y merengones de fresa o melocotón, los cuales resultaban novedosos y sofisticados, al menos para mi familia, acostumbrada a los almibarados dulces criollos y los ponqués de factura casera. Después de alguna torta ópera que mamá les obsequiara para un santo o cumpleaños, también mis tías venían desde La Florida a buscar encargos en la pastelería Garber, que aceptaba elaborar postres vieneses y bávaros, cuyo germanismo era disfrazado con denominaciones más neutrales. Y por sobre todas las ambrosías de aquel negocio que se me antojaba refinado salón, me engolosinaban las frutas de mazapán, rellenas con crema pastelera y trozos de chocolate, las cuales por años consumí a la salida del colegio, como para empeorar el acné que tanto asocio con la década de los setenta.
El que para mí fuera precursor estilo de la Garber lo encontré después en otras pastelerías de Caracas, como la Tívoli de Las Palmas, La Ducal de Sabana Grande y la Danubio de Campo Alegre, donde familias de la inmigración europea de posguerra cruzaron y enriquecieron las tradiciones francesa y vienesa con las dulcerías española, italiana y portuguesa. Mucho de la variedad de estos negocios recordé después en las mantequerías de Madrid, donde las emperifolladas regentas, con su pelo muy batido y sus uñas muy pintadas, comandaban el tren de empleadas tocadas de cofias, para ofrecer a la clientela una prodigiosa miríada del hojaldre y la bollería leonesas y el mazapán toledano. El recuerdo de la elegante dueña de la Garber me acompañó también en una visita, ya derribado el muro de Berlín, a un salón de té cercano a la puerta de Brandeburgo, que ofrecía pastelería francesa y vienesa no exenta de complacencia turística; esta vez envuelta no sólo en collares de perlas y camisero de seda, sino también en compases de operetas de Weber y de valses de los Strauss, la encargada sentada frente a la caja, extrañada quizás de mi mirada persistente, me actualizaba y completaba, como en un dejà-vu, la remembranza adolescente de la confitería de San Bernardino.
4. En la menguante vida pública de la Caracas roja y otras ciudades venezolanas, la panadería y pastelería se han acoplado con muchos locales que ahora también promocionan exquisiteces y delicatessen de variante ortografía; por sobre todo, ellas han devenido una familia de negocios que provee cotidiano refugio en la dinámica comercial de alcance zonal o metropolitano. Al ir a comprar el pan para las comidas, generalmente en la tardecita, me complace contemplar, sobre todo en las panaderías y pastelerías locales que hay en San Bernardino y tantas otras urbanizaciones, el incesante tráfago de cachitos y pastelitos, de cafés y jugos, de canillas y campesinos, con todas sus advocaciones lugareñas; es un ajetreo que los vecinos y habituales prolongan muchas veces en las mesas de las terrazas que, por fortuna reciente, varios negocios proveen frente a la fachada, como diminuta ágora para una concurrencia de todas las edades que van mudando a lo largo del día.
En vista de ese animado espectáculo diario, con el telón de fondo de los innúmeros productos que las panaderías y pastelerías ofrecen, se comprende mejor por qué, ahora que Venezuela ha devenido un país exportador de emigrantes, sobre todo profesionales de clase media, ese híbrido tan nuestro de la panadería y pastelería se ha convertido en un enclave venezolano en los países y ciudades receptores. Así ocurre desde la próspera España de la Unión Europea, hasta los pequeños pero pujantes vecinos centroamericanos como Costa Rica y Panamá, pasando por supuesto por Miami y otras ciudades norteamericanas, donde siempre hubo colonias criollas que ahora no hacen sino crecer, con venezolanos que buscan dónde comprar el pan caliente y tomarse un cafecito.
Recuerdo que en mi infancia papá traía a casa, como tratándose de manjar evocador de sus tiempos mozos en la Caracas de López Contreras y Medina Angarita, el “pan francés” de Las Gradillas o de Ferrenquín; eran éstas panaderías tradicionales, con algo de bodegas o abastos, situadas en las esquinas homónimas que visitaba yo con mamá, hasta comienzos de los años setenta, en nuestras excursiones al centro o La Candelaria. Aunque seguramente enraizado en el prolongado francesismo de la Bella Época novecentista, me incomodaba ese gentilicio galo otorgado al pan estilo baguette o canilla, el cual no encontraba yo cónsono ni justo con los españoles y portugueses que, según lo que veía, regentaban esos tradicionales negocios, o los más modestos que aparecían en las urbanizaciones caraqueñas. Tampoco tenía mucho de francés el gallego que, con su casco metálico calado y sus guantes de cuero burdo, en una motocicleta como sacada de la Segunda Guerra Mundial, con luengo compartimiento lateral, repartía el pan mañana y tarde en lo alto de San Bernardino; debo reconocer empero que, acaso por aquel galicismo, a la postre recordaría al panadero en las blanquinegras películas sobre la ocupación nazi de París y el régimen de Vichy, las cuales viera yo en la cinemateca de plaza Morelos.
2. Con el campesino y el gallego, las denominaciones de los panes se me hicieron más justas y representativas en los años siguientes, mientras proliferaban modernas panaderías y pastelerías hacia más dinámicos distritos caraqueños, como aquella famosa Selva, con su inmenso y curveado letrero que remata todavía la avenida Libertador, en el cruce hacia Chacaíto; o las panaderías El Carmen y 900, cuya fama fue amasada con el ajetreo comercial y la bohemia intelectual de Sabana Grande. Eran a la sazón amplios negocios con mostradores que tempranamente exhibieron los originales cachitos de jamón y de queso, con sus combinaciones y variantes posteriores, hasta sus hojaldrados equivalentes, que adoptarían el patronímico de pastelito. Al menos desde los prósperos años de la Gran Venezuela, recuerdo que los estantes de esas panaderías se atiborraron de cuanto enlatado y paquete nos acostumbráramos a destapar, desde los productos de la familia Del Monte hasta la Kellog’s, mientras las neveras se poblaban de jugos y refrescos, de quesos y embutidos. No podía faltar, alrededor de la máquina Gaggia o de otras marcas, el café expedido en tazas de losa o vasos de plástico, según todas sus advocaciones venezolanas: el marroncito y el negrito, el con leche y el guayoyo; como ya lo ilustraran algunas novelas de Ramón Bravo y Francisco Massiani primero, de José Balza y Eduardo Liendo después, esos cafés rutinarios han completado el poblado bodegón de consumo, ligero y apresurado en apariencia, pero sustancioso y vernáculo en el fondo, que la panadería venezolana exhibe a diario.
El tipismo caraqueño de ese cuadro secular se me hizo más patente en los años que viví en España, cuando no pude encontrar, en las más bien raras panaderías madrileñas, como tampoco en los forns de Barcelona, el pan caliente para las comidas, al que los venezolanos estamos tan acostumbrados. Ni qué decir de mis años en Londres, cuando cansado del yugo del pan de sándwich, buscaba las barras de tipo gallego o francés, que sólo hallaba, como una fría y endurecida exquisitez, en el bread department de Harrods, en cuyo frente vivía; y ello sólo porque el lema de la mirífica tienda proclama, desde su inauguración en el Londres victoriano, poseer una remesa de cuanto bien se produce en el orbe. Por no haber vivido en Francia, no me atrevo a juzgar la famosa baguette con la que he visto pasar a tantos parisinos bajo el brazo, pero sospecho que no siempre está tan fresca como las barras venezolanas, si se me permite en este caso el chovinismo de campanario, del que suelo ser receloso.
3. En el mutante y desmemoriado paisaje comercial caraqueño, proclive siempre a la invasión por talleres mecánicos y estacionamientos, superados ahora por los buhoneros y los mototaxis, la auténtica pastelería siempre me ha parecido un nostálgico refugio de delicadeza y primores. Acaso ello se deba a las que frecuenté desde mi infancia en San Bernardino, donde primero destacó La Suiza, que además de la galletería y pasta seca, desplegaba en rutilantes vitrinas y neveras las tortas de pastillaje y crema, decoradas en tonos suaves y motivos infantiles; al igual que otras doñitas del vecindario, mamá las buscaba en las tardes de piñata, para presidir la mesa de postre, flanqueada por el quesillo y la gelatina, y ribeteada con coloridos faralaos de papel crepé. Después apareció la pastelería Garber, en la avenida Los Próceres, regentada por aquella elegante señora hebrea que, peinada siempre de peluquería y envuelta en collares de perlas, más parecía una aristócrata centroeuropea, como predicara Elisa Lerner de la encargada de la cercana fuente de soda del Centro Médico, también en la próspera judería que San Bernardino fuera hasta los años ochenta.
A diferencia de la torta seca de almendra y de los azucarados berlines rellenos con crema o mermelada; de las palmeras con canela y las caracolas con frutas confitadas, especialidades todas de la bollería y el hojaldre, más al estilo español, en que La Suiza destacaba no obstante su nombre, la Garber desplegaba una cremosa pastelería afrancesada, con esponjosos profiteroles y merengones de fresa o melocotón, los cuales resultaban novedosos y sofisticados, al menos para mi familia, acostumbrada a los almibarados dulces criollos y los ponqués de factura casera. Después de alguna torta ópera que mamá les obsequiara para un santo o cumpleaños, también mis tías venían desde La Florida a buscar encargos en la pastelería Garber, que aceptaba elaborar postres vieneses y bávaros, cuyo germanismo era disfrazado con denominaciones más neutrales. Y por sobre todas las ambrosías de aquel negocio que se me antojaba refinado salón, me engolosinaban las frutas de mazapán, rellenas con crema pastelera y trozos de chocolate, las cuales por años consumí a la salida del colegio, como para empeorar el acné que tanto asocio con la década de los setenta.
El que para mí fuera precursor estilo de la Garber lo encontré después en otras pastelerías de Caracas, como la Tívoli de Las Palmas, La Ducal de Sabana Grande y la Danubio de Campo Alegre, donde familias de la inmigración europea de posguerra cruzaron y enriquecieron las tradiciones francesa y vienesa con las dulcerías española, italiana y portuguesa. Mucho de la variedad de estos negocios recordé después en las mantequerías de Madrid, donde las emperifolladas regentas, con su pelo muy batido y sus uñas muy pintadas, comandaban el tren de empleadas tocadas de cofias, para ofrecer a la clientela una prodigiosa miríada del hojaldre y la bollería leonesas y el mazapán toledano. El recuerdo de la elegante dueña de la Garber me acompañó también en una visita, ya derribado el muro de Berlín, a un salón de té cercano a la puerta de Brandeburgo, que ofrecía pastelería francesa y vienesa no exenta de complacencia turística; esta vez envuelta no sólo en collares de perlas y camisero de seda, sino también en compases de operetas de Weber y de valses de los Strauss, la encargada sentada frente a la caja, extrañada quizás de mi mirada persistente, me actualizaba y completaba, como en un dejà-vu, la remembranza adolescente de la confitería de San Bernardino.
4. En la menguante vida pública de la Caracas roja y otras ciudades venezolanas, la panadería y pastelería se han acoplado con muchos locales que ahora también promocionan exquisiteces y delicatessen de variante ortografía; por sobre todo, ellas han devenido una familia de negocios que provee cotidiano refugio en la dinámica comercial de alcance zonal o metropolitano. Al ir a comprar el pan para las comidas, generalmente en la tardecita, me complace contemplar, sobre todo en las panaderías y pastelerías locales que hay en San Bernardino y tantas otras urbanizaciones, el incesante tráfago de cachitos y pastelitos, de cafés y jugos, de canillas y campesinos, con todas sus advocaciones lugareñas; es un ajetreo que los vecinos y habituales prolongan muchas veces en las mesas de las terrazas que, por fortuna reciente, varios negocios proveen frente a la fachada, como diminuta ágora para una concurrencia de todas las edades que van mudando a lo largo del día.
En vista de ese animado espectáculo diario, con el telón de fondo de los innúmeros productos que las panaderías y pastelerías ofrecen, se comprende mejor por qué, ahora que Venezuela ha devenido un país exportador de emigrantes, sobre todo profesionales de clase media, ese híbrido tan nuestro de la panadería y pastelería se ha convertido en un enclave venezolano en los países y ciudades receptores. Así ocurre desde la próspera España de la Unión Europea, hasta los pequeños pero pujantes vecinos centroamericanos como Costa Rica y Panamá, pasando por supuesto por Miami y otras ciudades norteamericanas, donde siempre hubo colonias criollas que ahora no hacen sino crecer, con venezolanos que buscan dónde comprar el pan caliente y tomarse un cafecito.
Tomado de:
http://prodavinci.com/2010/02/ 25/artes/cronicas-desde-san- bernardino/de-panaderias-y- pastelerias/
Crónicas desde San Bernardino
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