miércoles, 28 de septiembre de 2011


EL NOMBRE DE VENEZUELA  Y LA VENEZOLANIDAD

Profesor Carlos Alarico Gómez

Carlos Alarico Gómez (Historiador y periodista. Efectuó sus estudios en Venezuela, Italia y Estados Unidos. Su doctorado lo obtuvo en la UCAB de Caracas (2004). Ha publicado más de veinte títulos sobre temas históricos. En la actualidad se desempeña como profesor de las cátedras “Venezuela Contemporánea” e “Historia de la Cultura” en la Universidad Alejandro de Humboldt.).


 Se ha repetido mucho que el nombre de nuestro país se debe al parecido que Alonso de Ojeda, Juan de La Cosa y Américo Vespucio le encontraron a los palafitos de Sinamaica con las viviendas de la ciudad de Venecia, aunque la sola idea es absurda de por sí. La única similitud entre ambos poblados es que algunas casas venecianas están construidas sobre el agua, aun cuando sus arquitecturas son absolutamente disímiles. La verdad hay que encontrarla en la Suma de Geographía, original de Martín Fernández de Enciso, que fue el primer libro impreso en el que se habla del Nuevo Mundo y que recibió el privilegio del Rey Carlos I el 5 de septiembre de 1518, siendo editado en Sevilla un año después. Fernández de Enciso conoció a Juan de La Cosa y Alonso de Ojeda en 1502 y viajó con ellos hasta 1510, recorriendo el Lago de Maracaibo de punta a punta. En su obra refiere que "...cerca de la tierra está una peña grande que es llana encima della. Y encima della está un lugar o casas de indios que se llama Veneci-uela… en Veneciuela es la gente bien dispuesta y hay más gentiles que no en otras partes de las de aquella tierra"[1].

             Lo que encontraron los primeros visitantes españoles del Lago de Maracaibo fue dibujado por Juan de la Cosa en el mapa que elaboró en Sinamaica en 1499 y completado en España en 1500. En él se aprecia una referencia del autor que dice: “Juan de la Cosa la fizo en el puerto de Santa María en el año de 1500”[2]. La autenticidad del mapa fue establecida en 1987 por el “Gabinete de Documentación Técnica del Museo del Prado” y en la actualidad se puede admirar en el Museo Naval de Madrid. Es por tanto el documento más antiguo del Nuevo Mundo y en él se menciona el nombre de un caserío llamado Veneciuela, que es el más probable antecedente del nombre de nuestro país.

Juan de la Cosa[] nació en 1450 (c.) en Cantabria y murió cerca de la actual Cartagena en 1510, en un enfrentamiento contra los indios guajiros. Tuvo un papel destacado como financista y maestre de la nao Santa María, que condujo a Colón y sus hombres al Nuevo Mundo en 1492. Un año después participó en el segundo viaje y en 1499 se asoció con Alonso de Ojeda para efectuar una expedición hacia las tierras descubiertas, a la que se unió Américo Vespucio. Llegaron al territorio de Sinamaica el 24 de agosto de 1499, causando una lógica intranquilidad en los paraujanos, pues los recién llegados eran gente extraña, de piel blanca y ojos claros, que hablaban en un lenguaje incomprensible[3].

Ojeda era un experimentado navegante y hombre de empresa, que probó su valor, don de gentes y generosidad en el tiempo en que le tocó actuar en el territorio del nuevo Mundo. Él y sus hombres se integraron rápidamente a las costumbres de los paraujanos y mostraron admiración por sus elementos culturales, especialmente por sus acogedores palafitos y la contagiosa música que interpretaban con sus flautas y maracas, mientras bailaban una danza a la que llamaban “areito”, vestidos con guayucos y adornados con plumas multicolores que colocaban en sus lacias cabelleras.

             Vespucio era nativo de Florencia, Italia, pero se encontraba en España atraído por la hazaña de Colón, deseoso de incorporarse al descubrimiento. Al llegar al nuevo territorio comenzó a averiguar el nombre de los lugares por donde pasaban y así fue determinando la toponimia, la cual fue adaptada a la fonética castellana por Juan de La Cosa: Maare-kaye, Coqui-vacoa, Veneci-uela. El primero le dio el nombre al lago y a la ciudad de Maracaibo, el segundo sigue conservándose en Colombia y el tercero es el nombre que se le daría al país, el cual se derivó del que tenía un pequeño caserío ubicado en una isla frente al lago (posiblemente la isla de Toa).

             El nombre Veneci-uela aparece impreso por primera vez en el Mapamundi de Juan de La Cosa (1500) y fue escrito de acuerdo a su fonética. A este aspecto se refirió el padre Giovanni Bottero (1598) en su obra Relaciones Universales del Mundo y en 1629 el padre Antonio Vázquez de Espinosa publicó su libro Compendio y Descripción de las Indias Occidentales, en la cual coincide en señalar que la palabra tiene un origen añú. El vocablo Venezziola resulta extraño en lengua italiana. Una expresión más común sería la de Piccola Venezia cuya traducción es “pequeña Venecia” y nunca Venezuela. Por lo tanto, toda la documentación conduce a la conclusión de que el nombre de nuestro país se origina en la lengua de los paraujanos (familia arawac) y quiere decir agua-grande.

             Sobre este aspecto es necesario destacar que la costumbre de los conquistadores era usar los nombres que los locales le daban a los lugares que habitaban, a los que adaptaban fonéticamente de acuerdo a las normas del idioma castellano. Ejemplo de ello se puede constatar en los nombres que le dieron a Barquisimeto (Variciquimeto), Caracas (Caraca), Mar Caribe (Caribe), Teques (Teque), La Guaira (Uaira), Maracay, Mucuchíes, Capacho, Lobatera y tantos otros. Sólo usaban nombre hispánicos cuando fundaban un poblado (Mérida, San Cristóbal, Angostura).

La integración cultural

            Lo más importante de este suceso es sin duda la integración cultural, que se inició en el territorio de lo que hoy es Venezuela desde el momento en que Colón llegó a Macuro el 3 de agosto de 1498, de lo que dejó constancia en la carta-informe que le envió a la reina Isabel, en la que le decía que encontró “las tierras más fermosas del mundo...Llegué allí una mañana, antes del mediodía, y por ver este verdor y esta fermosura acordé fondear y ver los pobladores, de los cuales algunos vinieron en canoa a rogarme, de parte de su rey, que descendiera a tierra...”[4].  El Almirante encontró todo placentero, le agradó la gente y le gustó tanto el paisaje que llegó a pensar que se encontraba en el paraíso: ...Al lago que hallé, tan grande que más se le puede llamar mar que lago, porque lago es lugar de agua y en siendo grande se le llama mar, por lo que se llama de esta manera el de Galilea y el Mar Muerto. Y digo que si esto no procede del Paraíso Terrenal, viene y procede de tierra infinita...más yo muy asentado tengo en mi ánima que allí en donde dije tierra de gracia se halla el Paraíso Terrenal...”[5].

El proceso de transculturación que se vivió en este territorio dio origen a nuestro mestizaje, al que se refiere ampliamente Bolívar en su Carta de Jamaica (1815)[6]. La tradición mestiza de la región zuliana es sin duda las más antigua que existe en el país, en la que se observan elementos arawacos, ibéricos y africanos. La música con que bailaban el “areito” se convirtió en gaita, mientras que en la región de Bobures surgió un estilo musical para animar el “Baile de San Benito”. En el Zulia están los orígenes más profundos de nuestro mestizaje. Es el corazón mismo de la venezolanidad.   

            Muy cerca está Paraguaná, península de gran hermosura, visitada por Alonso de Ojeda en agosto de 1499, donde se encontró con los amistosos caquetíos, que se ocupaban de comerciar con las vecinas islas del Caribe. Ojeda se quedó tan prendado de esa tierra, así como de sus costumbres, que allí conoció a la india Guariyá, de la que se enamoró y con la que más tarde se casó, una vez que ella aceptó recibir el bautismo y cambiar su nombre por el de Isabel. De esa unión nacieron tres hijos, que Ojeda llevó a España junto con su esposa para darlos a conocer a sus familiares y a la Corte. Fue sin duda un gran amor. Se quisieron tanto que Isabel no quiso vivir más cuando se produjo el fallecimiento de Ojeda en Santo Domingo y, sin  que sus hijos lo supieran, se fue a la Catedral y se acostó sobre la loza de su tumba, donde fue hallada muerta. Allí reposan los restos de esos dos grandes amantes, que dieron inicio a la integración étnica que hoy predomina en nuestro país[7].

Poco tiempo después de la muerte de Alonso de Ojeda y de su amada Isabel, el rey Carlos I emitió una real cédula el 27 de marzo de 1528, mediante la cual declaraba constituida la Provincia de Venezuela en el territorio que se encuentra entre "...el Cabo de La Vela o del fin de los límites y términos de la dicha Gobernación de Santa Marta hasta Maracapana, leste oeste norte y sur de la una mar a  la otra, con todas las islas que están la dicha costa, ecebtadas las que están encomendadas y tiene a su cargo el factor Juan de Ampíes". Es decir, dio el nombre de Venezuela a la nueva provincia española, inspirado por Fernández de Enciso, quien le explicó en 1518 la existencia del caserío Veneci-uela, cuyo nombre aparece en el mapa de Juan de La Cosa. Coro, la tierra del cacique Manaure,  sirvió de capital a la Provincia de Venezuela, dando origen a la venezolanidad.

Conclusiones

            Giovanni Bottero viajó por el lago de Maracaibo y la costa caribeña en la segunda década del siglo XVI. Su experiencia le permitió escribir su libro Relaciones Universales del Mundo (1629) donde dice que “En el golfo de Venezuela hay una población de indios con ese nombre edificada en un peñasco essempto y relevado que se muestra sobre las aguas"[8]. Fernández de Enciso había escrito un siglo antes que"...cerca de la tierra está una peña grande que es llana encima della. Y encima della está en un lugar o casas de indios que se llama Veneci-uela"[9]. En ambos casos los cronistas dicen que existe un poblado indígena llamado Veneçiuela.

              Finalmente, en un enunciado muy valioso, que reafirma la autoctonía del vocablo, Antonio Vázquez de Espinosa, sacerdote español que viajó por casi todo el continente en el último tercio del “Cinquecento”, escribió en su Compendio y descripción de las Indias Occidentales, fechado en 1575, que: "Venezuela en la lengua natural de aquella tierra quiere decir agua grande, por la gran laguna de Maracaibo que tiene en su distrito, como quien dice, la Provincia de la grande laguna..."[10].

Fernández de Enciso tuvo la oportunidad de visitar el Zulia (nombre de la planta palometa en idioma Chibcha) en 1502 y de trabajar al lado de Ojeda, que fue su socio. Juan de la Cosa le mostró su mapa y le explicó los detalles del viaje de 1499 cuando asistió al descubrimiento del Lago de Maracaibo acompañando a Ojeda y Vespucio. Con esos datos -y el conocimiento que obtuvo durante los años que vivió en el Caribe-  pudo escribir su libro Suma Geographica, publicado en 1519 con autorización escrita del rey Carlos I en la que dice: “El cual dicho libro fué traído al mi Consejo y visto y examinado por ellos, y porque parece ser útil y provechoso túvelo por bien; y por la presente vos doy licencia y facultad para que vos, o quien vuestro poder hobiere, podáis imprimir el dicho libro y esfera y lo vender [11].

La lectura del libro de Fernández de Enciso debe haber influido en la Real Cédula que decretó la creación de la Provincia de Venezuela en 1528. Adicionalmente, el autor era el único que estaba vivo y cerca del rey en ese trascendental momento. Los otros protagonistas habían culminado sus días: de la Cosa en 1510 cerca de la costa de Cartagena, asesinado por los indios guajiros (yucpas); Vespucio murió en Sevilla en 1512 y Ojeda en Santo Domingo en 1515. Fue seguramente él quien influyó en el nombre que el monarca le dio a la nueva provincia: Venezuela.

Esta versión es históricamente demostrable, además de consistente con la política que al respecto seguían los conquistadores para bautizar los lugares descubiertos o fundados. Lo de pequeña Venecia, en cambio, es una tesis peregrina, surgida de comentarios intrascendentes que Vespucio le escribió a su protector Lorenzo de Medicis, en una carta fechada en Sevilla el 18 de julio de 1500. Por lo tanto, se debe concluir que el topónimo Venezuela es autóctono y sobre eso no debería haber ninguna duda.
diplarca43@gmail.com

Autorizada su publicación en el blog por el autor: Profesor Carlos Alarico Gómez

[1] Fernández de Enciso, Suma de Geographia (1519). Madrid: Museo Naval, p. 221
[2], Ibidem. p. 65
[3] Descubrimiento del Lago de Maracaibo (1949),  por Hno. Nectario María. Caracas: Tip. Vargas, p. 3
[4] Colón, Cristóbal (1498). Carta a la reina Isabel I. Academia de la Historia, Madrid. Consultada por el autor en 2008.
[5] Ibidem.
[6] Bolívar, Simón (1815). Obras Completas. México, Edit. Cumbre (1976). Tomo III, p. 184-188.
[7] Hno. Nectario María, op. cit., p. 32
[8] Bottero, Giovanni. Relazioni Universali (1629).
[9] Vázquez de Espinosa, Antonio (1629). Compendio y descripción de las Indias Occidentales.
 Washington (1948): Smithsonian Institute, p.93
[10] Fernández de Enciso, op. cit., p. 221
[11] Ibidem, p. 65

jueves, 15 de septiembre de 2011

Caracas... Gabriel García Márquez

La primera vez que la oí nombrar fue en una frase de Simón Bolívar: La infeliz Caracas. Desde entonces, pocas veces la he vuelto a oír nombrada sin que vaya precedida de ese antiguo prestigio de infelicidad. Al parecer, su destino es igual al de muchos seres humanos de gran estirpe, que no pueden ser amados sino por quienes sean capaces de padecerlos.
Desde aquella remota frase de la escuela primaria, Caracas ha sido siempre para mí algo muy parecido a una obsesión. En el pueblo donde nací, que también tenía algo de infernal y no sólo por su calor de infierno, uno se encontraba a Caracas en el agua y la sal. Era un refugio de expatriados y apátridas del mundo entero, pero existía una categoría aparte, mucho más nuestra que las otras, que eran los fugitivos del infierno de Juan Vicente Gómez. Ellos me dejaron a Caracas sembrada para siempre en el corazón, a veces por los horrores de sus cárceles, y a veces por la idealización de la nostalgia. Era difícil ser feliz pensando en Caracas, pero era imposible no pensar en ella.
Nadie me enseñó tanto sobre esa ciudad irreal, como la gran mujer que pobló de fantasmas los años más dichosos de mi niñez. Se llamaba Juana de Freites, y era inteligente y hermosa, y el ser humano más humano y con más sentido de la fabulación que conocí jamás. Todas las tardes, cuando bajaba el calor, se sentaba en la puerta de su casa en un mecedor de bejuco, con su cabeza nevada y su bata de nazarena, y nos contaba sin cansancio los grandes cuentos de la literatura infantil. Los mismos de siempre, desde Blanca Nieves hasta Gulliver, pero con una variación original: todos ocurrían en Caracas.
Fue así como crecí con la certidumbre mágica de que Genoveva de Bravante y su hijo Desdichado se refugiaron en una cueva de Bello Monte, que Cenicienta había perdido la zapatilla de cristal en una fiesta de gala de El Paraíso, que la Bella Durmiente esperaba a su príncipe despertador a la sombra de Los Caobos, y que Caperucita Roja había sido devorada por un lobo llamado Juan Vicente el Feroz. Caracas fue desde entonces para mí la ciudad fugitiva de la imaginación, con castillos de gigantes, con genios escondidos en las botellas, con árboles que cantaban y fuentes que convertían en sapos el corazón, y muchachas de prodigio que vivían en el mundo al revés dentro de los espejos. Por desgracia, nada es más atroz ni suscita tantas desdichas juntas como la maravilla de los cuentos de hadas, de modo que mi recuerdo anticipado de Caracas siguió siendo el de siempre: la infeliz Caracas.
Todo esto lo pensaba el 28 de diciembre de 1957 – día de los Santos Inocentes, además – mientras volaba desde París hacia Caracas en los aviones de cuerda de aquella época, que tanto tiempo daban para pensar.
A pesar del calor, del fragor del tránsito en las autopistas de vértigo, de las distancias cortas más largas del mundo, yo iba reconociendo a cada vuelta de rueda los sitios familiares de mi infancia desde que atravesé la ciudad por primera vez. Identificaba en las laderas escarpadas las cabañas de colores de los enanos, los dragones de candela, la torre del rey, y una edificación luciferina que sólo por su nombre sobrepasaba de muy lejos a todos los horrores del mundo infantil: El Helicoide de la Roca Tarpeya. Recuerdo que al verla por vez primera, asomada a su precipicio mortal, volví a recordar: La infeliz Caracas.
Mi primer domingo en la ciudad desperté con la rara sensación de que algo extraño nos iba a suceder, y la atribuí al estado de ánimo que me había inspirado con sus fábulas doña Juana de Freites. Pocas horas más tarde, cuando nos preparábamos para un domingo feliz en la playa, Soledad Mendoza subió de dos zancadas las escaleras de la casa con sus botas de Siete Leguas.
-¡Se alzó la aviación! – gritó. En efecto, quince minutos después, la ciudad se abrió por completo en su estado natural de literatura fantástica. Los caraqueños habían salido a las azoteas, saludando con pañuelos de júbilo a los aviones de guerra y aplaudiendo de gozo cuando veían caer las bombas sobre el Palacio de Miraflores, que para mí seguía siendo el Castillo del Rey que Rabió. Tres meses después, Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas por primera vez en un solo año: me casé para siempre, viví una revolución de carne y hueso, tuve una dirección fija, me quedé tres horas encerrado en un ascensor con una mujer bella, escribí mi mejor cuento para un concurso que no gané, definí para siempre mi concepción de la literatura y sus relaciones secretas con el periodismo, manejé el primer automóvil y sufrí un accidente dos minutos después, y adquirí una claridad política que habría de llevarme doce años más tarde a ingresar en un partido de Venezuela.
Tal vez por eso, una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal. Me gusta su gente, a la cual me siento muy parecido, me gustan sus mujeres tiernas y bravas, y me gusta su locura sin límites y su sentido experimental de la vida. Pocas cosas me gustan tanto en este mundo como el color del Avila al atardecer. Pero el prodigio mayor de Caracas es que en medio del hierro y el asfalto y los embotellamientos de tránsito que siguen siendo uno solo y siempre el mismo desde hace 20 años, la ciudad conserva todavía en su corazón la nostalgia del campo. Hay unas tardes de sol primaveral en que se oyen más las chicharras que los carros, y uno duerme en el piso número quince de un rascacielos de vidrio soñando con el canto de las ranas y el pistón de los grillos, y se despierta en unas albas atronadoras, pero todavía purificadas por los cobres de un gallo. Es el revés de los cuentos de hadas: la feliz Caracas.

lunes, 5 de septiembre de 2011

JUAN ANTONIO DIAZ ARGOTE. EL FUERO ECLESIÁSTICO ES DERECHO DIVINO. Segunda parte 2/2

Oldman Botello*

Elector por La Guaira y diputado por Villa de Cura
El padre Díaz Argote figura entre los electores por La Guaira. Escogerían a los diputados del Congreso Constituyente. Junto con él aparecen como electores en el puerto, Juan de Dios Echarri, coronel Juan de Escalona, Manuel María Eizaburu, Juan Bautista Erazo, José Luís Cabrera, Salvador Eduardo y Matías Pimentel.
Pero en febrero de 1811 la situación da un vuelco. Díaz Argote es diputado suplente al Congreso por su amigo Juan de Escalona, quien pasó a integrar el triunvirato del Poder Ejecutivo revolucionario presidido por Cristóbal Mendoza en el primer turno. El 6 de abril de 1811 fue juramentado como diputado principal por Villa de Cura, su pueblo natal, junto con Juan Toro, diputado por Valencia, quien suplía a don Manuel Moreno de Mendoza que también pasó a ocupar el Poder Ejecutivo. El padre Díaz Argote no tenía veleidades políticas pero dio el frente a la nueva situación. Hemos revisado los dos tomos de las Actas del Congreso de 18911 y sólo conseguimos una intervención suya en las sesiones, en la oportunidad cuando se opuso rotundamente a la eliminación del llamado Fuero Eclesiástico que lo perjudicaba a él y a toda la Iglesia venezolana. La Constitución de 1811 eliminaba todos los privilegios, aunque la potestad eclesiástica dependía del Papa y no del Gobierno o potestad civil. Ya examinaremos más adelante ese episodio.

Su firma aparece refrendando varios cuerpos de leyes y acuerdos sancionados por el Congreso: el de Soberanía del pueblo, aprobación de un millón de pesos para la impresión de papel moneda, creación de la Legislatura de la provincia de Caracas, de la que formaría parte su paisano villacurano Dr. Luís Tomás Peraza, quien venía de pagar catorce años de prisión en La Habana por la conspiración de Gual y España, en la que participó activamente Peraza y por supuesto suscribe la Constitución de 1811 como diputado por la Villa de Cura, junto con patricios que dieron forma a la I y II República y sufrieron los rigores de la guerra, persecución, el cadalso y la expatriación. También participó Díaz Argote en varias comisiones que en oportunidades le impedían asistir a las sesiones ordinarias, como ocurrió en la del 20 de julio y el 4 de diciembre de 1811 en la noche, que era extraordinaria.

El 5 de diciembre de 1811 se planteó lo del Fuero Eclesiástico. El padre Luis Ignacio Mendoza salvó su voto […] por creer que siendo el asunto perteneciente a la disciplina general de la Iglesia Católica, no hay facultades para derogarla ni puede ser juez en estas materias otra potestad que la eclesiástica y porque teme incurrir en las penas impuestas a los violadores de la libertad e inmunidad eclesiástica”.

En cuanto a la actitud tomada por el diputado Juan Antonio Díaz Argote, dice el Acta de ese día:
[…] Protestó igualmente el señor Díaz Argote, diciendo que tal declaratoria era injusta e imprudente, porque siendo la opinión que afirma, que la inmunidad eclesiástica es de derecho divino, no sólo probable, sino cierto, después que los Padres del Concilio de Trento dijeron en el Cap. 20, Sesión 25 de reformatione , que la inmunidad personal de los eclesiásticos está establecida Dei ordinatione, ni el Congreso de Venezuela, ni ninguna potestad secular tiene autoridad para hacer una declaratoria tan absoluta como la que se intenta hacer, no sólo porque esto sería hacerse juez en su propia causa y meter la mano en cosa ajena, sino porque una declaración semejante, ni en un Concilio ecuménico puede hacerse”.

El día en que se pensaba aprobar la moción, era notoria la ausencia de los clérigos Díaz Argote, Blandín, Quintana, Ramón Ignacio Méndez y Mendoza. Todos ellos fueron requeridos de orden del Presidente del Congreso […] para que no se interrumpiese el urgente e importante trabajo de la Constitución por falta de concurrencia”. Díaz Argote se presentó a la sesión junto con Blandín. Los demás se excusaron por razones de conciencia que les impedía sancionar el artículo 28 de los derechos del hombre “[…] que destruye todo fuero personal, porque creían que esta sanción en el Ejecutivo era injusta, incursa en los anatemas de la Iglesia y fuera de las facultades del Congreso, según consta de sus protestas escritas, que se hallan en el acta anterior”.

A pesar de las protestas, no hubo decisión, sino que se acordó conminar a los sacerdotes formalmente “con la Ley y el juramento que han prestado al entrar al Congreso”. El 16 de diciembre fue planteada nuevamente la cuestión y los sacerdotes volvieron a protestar lo que consideraban una medida “impolítica y alarmante” que “degrada a los Ministros de un culto”. Definitivamente fue aprobado el artículo, salvando su voto los eclesiásticos.

Díaz Argote cumplió con su deber como representante de su pueblo y como todo un patriota que no negaba la Independencia aunque desconocía el fuero de su Iglesia. Todo lo que ocurría en el seno del Congreso, él y los otros constituyentes lo referían a su Arzobispo Coll y Prat, como este lo informó en dos oportunidades al rey Fernando VII; en 1812 le escribe en su Memorial:
[…] Las personas, mis confidentes insinuadas de quienes me valía en el centro del mismo Congreso para saberlo todo como para que se mantuviese aún en él un partido sano e inalterable a favor de la Religión y de la Monarquía Española, que eran el Doctor Montenegro, Cura de la Candelaria (en el día difunto, con mucho dolor mío y del público), el Doctor Don Manuel Vicente de Maya, cura de la Catedral; el Dr. Don Juan Nepomuceno Quintana, Catedrático de Moral; el presbítero Doctor D. Rafael de Escalona, hombre hábil y ejemplar; y el Dr. D. Juan Antonio Díaz Argote, Cura de La Guaira”.

Diaz Argote, empero, nunca abjuró de la autonomía de su patria venezolana. Era su deber y bajo la premisa del in verbo sacerdotis tacto pectore et corona, informaba de todos los pasos a su superior jerárquico. Nadie lanzó una queja contra él. Se mantuvo al margen de la guerra, dedicado a su función sacerdotal en Caracas, adonde fue trasladado en 1813. Vio encumbrarse a antiguos amigos, civiles, militares eclesiásticos, como monseñor Ramón Ignacio Méndez, el quisquilloso monseñor Méndez que alcanzó el Arzobispado de Caracas después de haber estado en campaña como capellán de los ejércitos llaneros de Páez. Y hasta el linajudo padre José Félix Blanco, que alcanzó la jerarquía de coronel.
Mutis del sacerdote y patriota

El padre Díaz Argote ejercía en Catedral su responsabilidad de Canónigo Magistral y Cura Rector de la misma iglesia. Vivía alquilado en la casa de doña Manuela Blandín, hermana de su amigo Bartolomé Blandín. Ya estaba viejo. En 1829 contaba con 72 años y la salud resentida. El 22 de diciembre decide redactar su testamento. En enero siguiente anexará un codicilo. En el primero de diciembre de 1829 manifiesta que desea ser amortajado con sus hábitos sacerdotales; que se dieran 25 pesos de limosna a la iglesia de San Mauricio; que se le ofrecieran honras fúnebres en la capilla de San Pedro Apóstol de Catedral, de quien era devoto y miembro de su Cofradía; que en las Vigilias de su entierro se dijeran 12 misas por su alma y desde el día de su fallecimiento se oficiarían las 30 misas de San Gregorio por el sacerdote que sus albaceas decidieran a quien se entregarían treinta pesos. Que se donasen seis pesos a cada una de las casas religiosas y los componentes que lo desearan podrían asistir al sepelio; declaró como sus albaceas testamentarios a los sacerdotes y amigos José Gregorio y José Cecilio de Ávila, y a su hermano Ceferino Ávila, todos nativos de Güigüe, en el actual estado Carabobo y a quienes les unía cálida amistad. Nombró como única y universal heredera a doña Petronila Álvarez del Priego. Destacó que su cadáver fuera sepultado en el cementerio de los hermanos de San Pedro.

El 16 de febrero de 1830 presenta otro testamento. Allí manifiesta ser propietario de dos casas en La Guaira, una frente a la plaza de San Francisco y otra en al calle San Juan de Dios “arriba de la esquina de Punto Fijo”. Era suya una esclava, la negrita María del Rosario comprada a Juan José Echeverría y Echezuría; otra llamada Luisa que la donó a sus hermanas Laureana y Mariquita (María Casilda, nacida en Villa de Cura en 1779). Ratifica a sus albaceas José Gregorio y José Cecilio de Ávila y Ceferino Ávila.

Después de haber arreglado las cuentas con Dios y su conciencia, así como las terrenales, la vida del padre Juan Antonio Díaz-Argote Villasana se extingue en Caracas el 11 de febrero de 1830 y se sepultó al siguiente día, tal como expresaba su última voluntad, en el cementerio de los hermanos de San Pedro, una cripta ubicada a la derecha, en la entrada de la Catedral, hoy bautisterio. Allí fueron inhumados obispos, sacerdotes, lo más granado de la sociedad caraqueña y por supuesto los miembros de la Cofradía de San Pedro.

Al padre Díaz Argote muy poco se le nombra. Sólo se menciona como un ritual su nombre de Diputado por la Villa de Cura todos los 5 de julio con la lectura del Acta de Independencia en el Congreso, ahora Asamblea Nacional. Una calle marginal de su pueblo, en la parroquia Las Mercedes, fue bautizada hace unos treinta años con su nombre. Juan Lovera lo inmortalizó en el cuadro del 5 de Julio. Por allí aparece de perfil su figura idealizada por el artista, con el bonete, símbolo de su estado sacerdotal.

*De la Academia Nacional de la Historia.Cronista de Maracay.Ex-Cronista de Villa de Cura
oldmanbotello@hotmail.com



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