JESÚS ALFARO GARANTON
En 1948 de Tejar a Rosario 105, en la parroquia Santa
Rosalía vivía el profesor J.M. Alfaro Zamora, yo era el tercero de sus hijos.
Caracas era una ciudad provinciana, evidentemente atrasada en su estructura
arquitectónica en comparación a otras ciudades latino americanas. Buenos Aires
ya tenía el sistema Metro de transporte conocido como el “subte”, el obelisco y
la Plaza de Mayo estaban presentes en la capital argentina, en Ciudad de México
las personas paseaban por Insurgentes y en Santiago los pololos se besaban en
La Alameda. Mientras en la Caracas de ese entonces, el sonido más estridente de
sus estrechas calles era el chirriar de los viejos tranvías que recorrían las
vías.
Una de las parroquias importantes de la ciudad era Santa
Rosalía, zona que hospedaba la clase media, en ella vivían abogados, médicos,
ingenieros, otros profesionales universitarios y comerciantes. Las casas de
toda la parroquia guardaban similitud, su estrecho ancho, lo compensaba una
extensa longitud. Las casas tenían un portón, zaguán, recibidor, sala, patio
con las habitaciones alrededor, comedor, cocina, patio de fondo, traspatio y el
cuarto de los trastos. En los patios crecían frondosos árboles frutales como
nísperos, mangos y granadas. Las casas se distinguían por los números, aunque
todo el mundo sabía los apellidos de sus ocupantes. La casa de las Arreaza, la
casa de los Febres, la casa del coronel Galavís.
En una de esas casas vecinas había una llena de misterio,
donde salía todas las mañanas un señor muy obeso muy bien vestido y cerraba el
portón con llave, produciendo gran estruendo, en la noche regresaba el
personaje con el mismo ruido, pero en sentido contrario. Lo misterioso era una
voz de mujer que se dejaba colar por una enrejada ventana y que en las tardes
me pedía el favor de comprarle cigarrillos en la bodega de la esquina. Nunca
logré verle la cara y solo mostraba una larga y delicada mano que me dejaba de
vez en cuando una locha de regalo. Era un gran tesoro que disfruté muy poco
porque cuando mi mamá se enteró del asunto me hizo devolver todas las lochas y
seguir haciendo la compra gratis; ya que según ella, la señora era una pobre
víctima de un marido viejo y celoso que la tenía en estricta reclusión
matrimonial. Este hecho produjo en mí una enorme angustia, porque me
involucraba en algo sórdido que yo nunca me logré explicar.
La sala era la habitación principal de las casas y se
comunicaba hacia la calle por dos ventanas enrejadas. Era una habitación
cerrada la mayoría del tiempo y solo se abría en ocasiones muy importantes,
tales como bautizos o matrimonios. Las ventanas de estas salas dejaba al
abrirse una especie de apoyo para los codos que llamaban “poyo” y las muchachas
se asomaban hacia la calle, para ver pasar a los paseantes y para dejarse ver
por los posibles “pollos” del entorno. Es decir: LAS MUCHACHAS APOYABAN SUS CODOS
EN EL POYO, PARA VER PASAR A LOS POLLOS.
La casa inmediata a la nuestra se llenaba de una extraña
alegría vespertina, en ella vivían tres jovencitas casaderas y que se desvivían
por la captura de un posible “pollo” que les ofreciera matrimonio. Una de ellas
tocaba muy bien el piano y era frecuente que entre 5 y 6 de la tarde,
interpretara la famosa polonesa N° 6 Heroica de Chopin.
Coincidía la música con el paso de un médico recién graduado de unos veinticinco años, que le había robado
el corazón a la pianista. La música era el santo y seña de la aceptación
amorosa, era el vínculo de unión de los dos seres. Esta hermosa historia de
amor terminó en un casamiento que se celebró en la casa de al lado, al cual
desde luego yo no fui invitado por ser demasiado chamo. Me ha quedado en el
recuerdo esa melodía y ha sido una de las preferidas toda mi vida.
Las tardes en mi casa eran maravillosas, la mata de níspero
atraía a grandes cantidades de pájaros y allí se encontraban reinitas,
turpiales, cristofués y azulejos que con gran algarabía picoteaban la dulce
fruta que le ofrecía la mata. Caían al suelo los nísperos maduros,
desparramando en el cemento su líquido dulzor. A las cuatro de la tarde el
ambiente se impregnaba de un delicioso olor a chocolate, que invadía todos los
rincones, la razón era la existencia de la fábrica de chocolates La India en
los linderos de mi casa. Ese chocolate y esos nísperos no han tenido parangón
en mi archivo cerebral de olores y aún hoy les recomiendo un postre: níspero
maduro rociado con sirope de chocolate. No hay nada mejor.
Las calles eran estrechas y permitía el paso de automóviles
y una vía para estacionamiento. Aceras estrechas que permitían el tránsito
peatonal y la vida de personajes tales como el escobillero, quien cargaba sobre
sus hombros un enorme atado de escobas y larguísimos escobillones, que servían
para limpiar de telas de arañas de las esquinas del techo de los salones, el
vendedor de ponche quien montado en una bicicleta y ayudado por un gran embudo
que hacía las veces de megáfono soltaba su estruendoso grito de POOOONNCCHE.
Había también conocidos indigentes que vivían de la caridad pública. Uno de
ellos era Sopa de Chicle quien simulaba un pesado andar que lo hacía arrastrar
un pierna, mientras gritaba con voz lastimera
¡¡no llego!! Cuando una persona se condolía del clamor y le daba alguna moneda, el
doliente personaje se curaba de inmediato y daba una veloz carrera hasta el
barcito de la esquina para echarse un palito de ron.
Los policías no tenían que hacer y se entretenían
fastidiando a los muchachos del barrio, esa era una guerra personal. Los
muchachos y los policías eran enemigos irreconciliables. En una ocasión me
pusieron preso por patinar en la acera y fui llevado a la jefatura por el mismo
Pablote, el más temido de los policías. Los demás muchachos que escaparon a la
persecución corrieron a mi casa a avisarle a mi abuela, quien tomó un paraguas
y fue a rescatarme a la jefatura de policía. Al entrar fue directo contra
Pablote y le asestó dos paraguazos por la cabeza, mientras preguntaba ¿Dónde
está mi muchacho? Inmediatamente me asió
de la mano y nos marchamos, no sin antes detenerse en la puerta y soltar una
última advertencia: “Si vuelves a tocarlo, te mato a palos”. Desde ese día
Pablote comenzó a respetarme, evitaba encontrarse conmigo y si me veía a
distancia, discretamente cruzaba a la acera de enfrente. La jerarquía que tenía
entre mi grupo de amigos sufrió un cambio repentino, ya no era el más chiquito
sino que era guapo y apoyado.
En la esquina de Tejar había un edificio moderno de tres
pisos y quien tuviera la suerte de subir allí podía disfrutar de una vista
panorámica de la Caracas de los techos rojos. En el primer piso estaba Radio
Cultura y allí se presentaban los artistas del momento: Pedro Vargas, Pedro
Infante, Benny Moré. En las tardes a las 5, tocaba la orquesta de Rafael Minaya
con sus cantantes Nano León y un jovencísimo Rafa Galindo, la VOZ QUE ACARICIA.
Las seis de la tarde era una hora mágica, Caracas se
paralizaba, los pocos taxis de la ciudad
se detenían en las esquinas y todos se dirigían hacia los aparatos de radio.
Había llegado la hora de trasmisión de la radionovela EL DERECHO DE NACER, los
personajes de Albertico Limonta, María Dolores, la nodriza negra y del malvado Don Rafael del Junco, se
apoderaban durante media hora de la imaginación de todos los venezolanos. Hasta
Billo le sacó una guaracha “Ya Don Rafael habló”. Nunca jamás se ha repetido un
éxito como ese.
A una cuadra de mi casa quedaba el Nuevo Circo, donde
funcionaba un mercado los martes y jueves, los viernes había programas de lucha
libre, los sábados boxeo y los domingos
se lidiaban corridas de toros. Ese ambiente taurino impregnaba toda la zona y
muchos novilleros noveles buscaban trabajo en la vecindad. Mi hermano mayor
montó un pequeño circo en el traspatio de nuestra casa y allí simulaban tientas de vaquillas
como entrenamiento. La “vaquilla” era un manubrio de bicicleta al cual le
habían montado unos cachos y la muleta se paseaba por delante en maravillosos
pases toreros. Todos mis amigos se las dieron de toreros y no tienen necesidad
de preguntarse quién manejaba la vaquilla, pues el más chiquito del grupo. Por
ese improvisado coso taurino pasó un muchacho flaco y orejón que era el
repartidor de la Panadería de Curamichate y quien llevaba por nombre Cesar
Girón. Tuve la oportunidad más de una vez de llevármelo entre los cachos.
En la esquina de San Roque y muy cerca estaba el cine
América, donde pasaban matinés los domingos. En una ocasión presentaron a las
Dolly Sisters, que eran una rumberas cubanas que movían su cintura al ritmo del
novedoso mambo de Dámaso Pérez Prado, usaban muy poca ropa, pero se protegían
de las miradas de los hombres con una malla color carne que las cubría desde su
cuello hasta los pies; no obstante a las puertas del cine desplegaron unas
fotos tamaño natural de ambas niñas. Este hecho provocó una reunión urgente de
las adoratrices del santo rosario presidida por mi abuela y decidieron colocar
un comité de vigilancia delante del cine, para resguardar las buenas
costumbres. Mis hermanos y el grupito de la cuadra planificaron una visita
relámpago al cine para ver las fotos y yo me colé con ellos. Fue la
consagración del comité de resguardo de la decencia y las buenas costumbres, a
los diez minutos ya el chisme había alcanzado mi casa, cumplimos castigo de
unas dos semanas sin salir a la calle y tuvimos que comulgar unas tres veces
por semana, para exculpar el pecado cometido.
En ese entonces, había en Caracas un famoso hotel de lujo,
donde llegaban los “americanos”que manejaban el petróleo y donde se respiraba
el lujo por doquier, el Hotel Majestic, un imponente edificio de 4 pisos, que
ofrecía agua caliente directa de la grifería y contaba con ascensor en todos
los pisos. El costo de sus servicios era astronómico, cobraban 28 bolívares por
habitación doble, con desayuno y cena incluida. Hoy, marzo de 2014, con el
billetico del Bs 2 (azul), que equivale a 2.000 de los antiguos bolivaritos, se
podrían pagar 71 días de servicio
hotelero y dejaríamos suculenta propina. Un buen día dieron la noticia que iba
a ser derribado el Hotel Majestic y el 12 de Marzo de 1948, nos encontrábamos
en primera fila para ver una maravilla de la tecnología moderna en pleno
funcionamiento. Se trataba de una grúa muy alta de donde pendía una pesadísima
bola de acero, que comenzó a balancearse hasta que la pesada bola alcanzara una
gran altura y en un rápido viraje, este proyectil se estrelló contra la torre
del hotel que cayó como un castillo de naipes, esparciendo una gran nube de
polvo que cayó sobre las cabezas de miles de mirones. Regresé a mi casa sucio y
asustado sin pensar que ese día había sido testigo del principio del fin de la
vieja Caracas.
La demolición del Hotel Majestic, es sin lugar a dudas el
punto de quiebre de la Venezuela pobre y atrasada en la transformación a la
nación opulenta y nueva rica. El dinero del petróleo había estallado ante la
mirada atónita de los caraqueños y no se detendría hasta cambiarles la vida
radicalmente. La aletargada ciudad recibía el impacto del siglo XX y con real
en el bolsillo.
Estaba muy cercano el recuerdo de la segunda guerra mundial
y las fotos del Blietzkrieg, la guerra relámpago de los alemanes y las de
Guernica, donde se entrenaron los pilotos de la división Cóndor de la Lustwaffe
para barrer pueblos enteros se repitieron en imágenes de Caracas, pero esta vez
sin pólvora ni guerra y solo en nombre de la modernización. En pocos meses
fueron arrasadas más de 20 manzanas de
la ciudad con la ayuda de tractores de cuchilla (payloaders), esta fue una
puñalada en la yugular de la vieja Caracas, para dar paso a la Avenida Bolívar
que se extendía desde El Silencio hasta el Parque Carabobo (unas cuatro cuadras)
y que fue inaugurada el 1951 por la Junta Militar de Gobierno, era una obra
enorme para un parque automotor de apenas 7.000 vehículos.
Poco después se inició el mismo procedimiento de arrase en
trazado perpendicular a esta nueva vía, en sentido norte sur, para dar cabida a
la avenida Fuerzas Armadas, completándose así la crucifixión de la ciudad. Allí
cayó mi casa de Tejar a Rosario número 105.
He vuelto una o dos veces al puente donde está la
comandancia de bomberos de Caracas, situado en la Avenida Lecuna y desde ese
elevado contemplo el cruce de la Avenida Bolívar con Las Fuerzas Armadas y allí
he derramado más de una lágrima, ante la avalancha de recuerdos, jamás imaginé
que en el sitio del cuarto donde yo tejía mis sueños infantiles, hoy transitan
miles de automóviles al día.
MARZO 2014
1 comentario:
Hola. Aun está usted por allí? Igual que la suya mi familia vivía de el tejar a Rosario pero en el número 111. Los Jiménez Daneau. Me parece una generación antes eso sí. Tienes usted acceso a algún mapa de la época para ubicarme mejor, muchos saludos
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