Francisco Suniaga*
Al profe Humberto Rivas Casado
Hace un par de años Vasco Szinetar, uno
de nuestros grandes fotógrafos y artistas, y curador del Archivo
Fotografía Urbana, me envió varias fotos. La idea era que realizáramos
juntos un libro que combinara gráficas del pasado reciente, de 1945 en
adelante, con pequeños ensayos literarios, leyendas casi. La idea no
arrancó por las dificultades que ha atravesado la industria editorial y,
también, porque aquello de que una foto son mil palabras es más cierto
de que se puede imaginar; y la literatura lucía innecesaria en las
pruebas pilotos que hicimos.
Limpiando la abarrotada memoria de mi
computadora, me tropecé con el archivo de aquellas fotos y no pude
resistir la tentación de volver a mirarlas. La que encabeza esta nota, a
pesar de haberla visto antes, me llamó de nuevo la atención. Supuse que
nadie que la hubiera mirado en los días en que fue tomada se habría
atrevido siquiera a pensar que la dictadura de Marcos Pérez Jiménez iba
alguna vez a tener fin. Por un lado, ningún dato de la realidad
perceptible por el ciudadano común, tanto en lo doméstico como en el
plano internacional, conducía a concluir que así pudiera ser. Por el
otro, lo que la foto trasmite por sí misma: la imagen de un hombre
poderoso, con séquito –los antiguos romanos los llamaban lictores–,
seguro en su gestualidad, trajeado de gala, pulquérrimo en su
apariencia.
Es de un autor desconocido y carece de
información escrita alguna que aporte datos más precisos sobre la
ocasión y su fecha. Debió haber sido tomada a la entrada del Círculo
Militar –en una de sus esquinas se ve una pérgola que pareciera ser de
ese lugar emblemático de la dictadura de Pérez Jiménez– y habría sido en
una fecha cualquiera entre 1955 y 1956. Esta última especulación se
funda en que ese fue el período durante el cual Wolfgang Larrazabal –a
la izquierda del tirano, y quien sería el jefe del levantamiento que lo
derrocó el 23 de enero de 1958– ocupó la presidencia del club social de
las Fuerzas Armadas, escenario de los bailes que celebraban la grandeza
del régimen que expresaba el “nuevo ideal nacional”, como era su lema.
Al observar de nuevo la fotografía,
recordé la anécdota de un viejo militante de Acción Democrática, cuyo
nombre voy a mantener en el anonimato a solicitud suya. Baste decir que
integró las legiones de jóvenes que formaron parte de la resistencia
armada a la dictadura y que se jugó la vida en más de un lance. Lo
conocí hace pocos años, en 2009, en una de las presentaciones de mi
libro “El pasajero de Truman”. Hablamos de muchas cosas, es un gran
conversador, entre ellas, como es lógico suponer, de Diógenes Escalante,
y de cómo su infortunio pesó sobre los eventos que condujeron al 18 de
octubre de 1945. Me regaló en esa ocasión una frase que he repetido y
cuya gracia me ha servido para salir bien librado en algunos escenarios
apáticos que he debido enfrentar. “Mire poeta –me dijo con picardía–, el
problema de Venezuela es que quien nació para ser presidente se volvió
loco y quien nació para loco se volvió presidente”.
En una de nuestras conversaciones
últimas, quizás notó en mí cierto desaliento por el autoritarismo del
presente y sus exhibiciones de fuerza, me aseguró que debajo de la
aparente solidez de un régimen dictatorial hay una gran debilidad. Que
esa debilidad se manifiesta de manera dramática en el momento menos
esperado. Que la tarea era oponerse a él bajo un esquema eficiente, que
aglutine a los demócratas y permita resistir pacíficamente hasta que en
algún momento, por el incidente menos pensado, el mamotreto se
desmorone, como inexorablemente lo hará. Para darme un ejemplo me contó
entonces una historia que –me dijo– solía contarle a la gente que perdía
la fe.
El 31 de diciembre de 1957, apenas
veintitrés días antes del final de la dictadura, se encontraba en
Barranquilla con otros dirigentes de la juventud de Acción Democrática,
enconchado en la trastienda de la bodega de un venezolano amigo. Tenía
veinticinco años pero ya era un curtido militante de la resistencia, tan
curtido que sentía que estaba desafiando a las estadísticas. Sus
estudios para graduarse de maestro en la escuela Miguel Antonio Caro
habían quedado truncos porque se había enrolado en la lucha contra el
régimen desde el primer día (después del golpe a Gallegos) y caído
preso. Barranquilla era en aquel momento la última estación de un exilio
errante de varios años, que lo había llevado a recorrer buena parte del
sur del continente.
Había recibido, junto con otros
compañeros tan jóvenes como él, la orden del liderazgo adeco de volver a
Venezuela desde Colombia y llegar a Maracaibo, a formar parte de la
dirección política del partido, proscrito por la dictadura desde 1948 y
devastada por la Seguridad Nacional. El plan era que entraran al país
por la zona de la Guajira, confiados en que, con las festividades de fin
de año, las autoridades del régimen bajarían la guardia y sería más
fácil burlar su vigilancia. “Éramos unos muchachos, pero no éramos
ingenuos. Ya sabíamos lo que íbamos a enfrentar porque todos teníamos
experiencia en la guerra contra la dictadura, habíamos estado presos y
conocíamos también las durezas del exilio político”, puntualizó.
Le expresé mi admiración por su valentía
y la de sus compañeros de generación y respondió con una reflexión
sobre el miedo en situaciones como la que les tocó vivir. “Conocíamos
bien el riesgo al que nos exponíamos, a una muerte probable, bastaba con
mirar las notas de prensa para saberlo. Pero en esas situaciones, y a
esa edad, uno tiene más miedo de tener miedo, y de que los demás se
enteren, que a cualquier otra cosa”.
“El miedo no era lo peor aquella noche
en Barranquilla”, expresó después de una larga cavilación. “Lo peor era
esa sensación de impotencia que nos calaba el ánimo, esa frustración que
nos amargaba, pues sabíamos que marchábamos a una lucha que, en la
intimidad, creíamos estéril; aunque éramos soldados de la resistencia, o
tal vez por esa misma razón, no estábamos de acuerdo con la lucha
armada, pero esa es otra discusión. Igual íbamos a cargar a pecho
abierto y con muy pocos recursos, aparte de nuestras convicciones
democráticas, contra un enemigo que parecía de granito, que contaba con
unas fuerzas armadas monolíticas –le juraban lealtad a diario– y contra
una policía política desalmada y asesina”.
Nada más cierto. Apenas mes y medio
antes, el 15 de noviembre de 1957, el régimen militar de Pérez Jiménez
había reforzado el mito de su invencibilidad ganando, con ochenta y
cinco de cada cien votos, un plebiscito que prorrogaba el mandato de
todas sus autoridades por cinco años más. De nada valió que la oposición
democrática de entonces argumentara que esa convocatoria violaba la
constitución que el mismo autócrata había escrito. “Esa era la verdad,
marchábamos a la muerte, y aunque nadie en el grupo lo decía, todos lo
sabíamos, morir era para nosotros la opción más probable y esa vaina es
muy duro sentirla a los veinticinco años”, dijo.
La precariedad de su situación;
enconchados en la trastienda de una bodega en Barranquilla (en aquella
época también había patriotas cooperantes –aunque entonces se les
llamaba esbirros– que de buena gana habrían informado de su presencia);
la conciencia que tenían de la inutilidad de su sacrificio y de la
probabilidad de la muerte; y el hecho de que era la Noche Vieja, con su
carga de nostalgias familiares aguzadas por los ecos de las
celebraciones de los barranquilleros, terminó por sumirlos en la más
profunda tristeza. “Si en ese momento hubiéramos escuchado el poema ‘Las
uvas del tiempo’, recitado por el propio Andrés Eloy, creo que nos
hubiéramos cortado las venas”, exclamó intentando ser jocoso.
Al caer la noche, con la intención de
animarlos y por esa solidaridad criolla inagotable, el venezolano dueño
de la bodega se presentó en el escondite con unas botellas de
aguardiente, hallacas y un pedazo generoso de pernil de cochino. Les
trajo además un regalo que los dejó boquiabiertos por lo extravagante:
una piñata que tenía la forma de la cabeza de Pérez Jiménez, gorra
militar incluida. Más que un obsequio, aquello parecía una burla cruel
porque esa piñata, propia de los cumpleaños de la infancia no tenía el
menor espacio en la situación anímica que estaban viviendo.
“Comimos, nos estábamos muriendo de
hambre, y comenzamos a tomarnos aquel aguardiente colombiano que, aunque
barato, sirvió para aflojarnos el nudo que teníamos en el alma. Poco a
poco nos fuimos animando, contamos chistes y nos reímos a carcajadas
mientras esperábamos las doce para desearnos un feliz año 1958. Sin
darnos cuenta, aunque ese quizás era el propósito oculto de todos, nos
fuimos emborrachando con aquel lavagallos. Con la intoxicación, el
efecto eufórico de los primeros tragos se fue apagando y abrió paso a un
estado de ánimo cenagoso. Un mar de fondo borrascoso que no tardó en
mostrarse con los primeros comentarios tristes sobre las familias
lejanas, algunos ya tenían mujeres e hijos. En cuestión de minutos
empezaron a derramarse las primeras lágrimas y el silencio se apoderó
del lugar..
Los comentarios tristes se transformaron
luego en un resentimiento quejoso contra la indiferencia y el
conformismo de los venezolanos ante las durezas de la tiranía. Venezuela
que, en el mejor de los casos, nos parecía indolente y ajena al
sacrificio de jóvenes como nosotros, no era el lugar donde querríamos ir
a morir, ni el país ni la gente lo merecía. De esa idea pasamos
entonces a atormentarnos con otra aún más dolorosa: la realidad era que
los morituri que estábamos allí no teníamos patria un carajo y
era una estupidez entregar la vida por ese país de mierda, que ya nos
había arrebatado la juventud.
Estábamos entonces muy borrachos, y en
eso vino lo peor de la noche, la piñata. Alguien la recordó y propuso
que la tumbáramos para recuperar la alegría. Vainas de muchachos que en
otra circunstancia quizás habría pasado por una jocosidad, pero es obvio
que solo buscábamos un escape a nuestra desesperación, queríamos
sacudirnos aquella atmósfera de sentimientos tan oscuros en la que nos
habíamos sumergido. Colgamos la piñata de una viga del techo y, sin
taparnos los ojos, con un palo de escoba que nos había dejado el
paisano, nos turnamos para golpear aquella imitación burda de la cabeza
del dictador. La golpeamos con todas nuestras fuerzas y con la rabia
acumulada de años, pero fue imposible borrar siquiera la sonrisa de
payaso del muñeco. La maldita piñata estaba hecha con un cartón
demasiado grueso y el palo terminó por fracturarse en varios pedazos.
Uno de los muchachos saltó y tomó la
piñata por lo que habría sido el cuello y la echo al suelo. Allí le
dimos patadas y nos arremolinamos en torno a ella para rasgarla con uñas
y dientes. Los caramelos del interior se regaron por el corredor donde
estábamos, pero nadie estaba pendiente de ellos, todos estábamos
obsesionados con la destrucción de la piñata devenida en ícono de la
dictadura. Una vez desecha, cuando los pedazos eran ya muy pequeños,
comenzamos a reír, con ese dejo artificial que tiene la risa de quien se
sabe derrotado.
En eso estábamos cuando en Barranquilla
estallaron los primeros cañonazos, sonaron las cornetas de los carros y
los pitidos anunciando la llegada del nuevo año. Estallido de alegría
popular que nos devolvió a nuestra triste realidad, y, como si se
tratara de un grupo coral que sigue a un director invisible, dejamos de
reír para ponernos a llorar al unísono. Nos abrazamos en la misma
posición que teníamos en el piso, en cuclillas o arrodillados frente a
los pedazos de la piñata, y así, llorando a mares la tristeza y la
borrachera, nos quedamos hasta que los sonidos del jolgorio en las
calles aledañas se disiparon, cualquier palabra habría sobrado.
Estábamos convencidos entonces que, con todo y sus pesares, aquella
había sido nuestra última celebración de año nuevo. Poco después, aún en
silencio, cada uno se arrastró hasta el lugar donde había acomodado
unos cartones y sacos de pita vacíos para terminar de pasar la noche.
Nos despertó un ruido muy fuerte en ese
silencio profundo de los amaneceres del primero de enero. Serían como
las ocho de la mañana y el brillo del sol irradiaba tanta luz, tanta
vida, que pensé que se trataba de una ironía de Dios. Pero entre el
trópico y el aguardiente barato no hay, como dicen ahora, un buen
maridaje. Todo lo contrario, el dolor de cabeza de la resaca que deja el
alcohol se agudiza con la luminosidad y con los ruidos tempraneros de
nuestras ciudades, sobre todo en la costa. “El ruido que nos despertó no
fue de la calle, fue el de un avión, grande, que pasó buscando el
aeropuerto”, dijo uno de los compañeros desde su rincón.
El asunto no nos pareció extraño porque
desde la tarde anterior, cuando llegamos allí, varios aviones habían
sobrevolado el patio. Nos pusimos en movimiento, para estar listos al
momento en que se presentara el contacto que iba a llevarnos a la
frontera y de nuevo sentimos los motores de un avión aproximándose. Nos
paramos en el patio a verlo pasar y nos mirábamos sorprendidos porque el
ruido daba a entender que el avión volaba muy bajo. De pronto, con el
ruido atronador de los cuatro motores, el avión pasó; le tomaría menos
de un segundo cruzar la franja de cielo que se abría a nuestro patio.
Cuando lo vi, sentí que el corazón me daba un brinco. No por lo cercano
del avión ni por el peligro que representaba, sino porque alcancé a ver
las siglas que lo identificaban escritas en letra azul. No completas,
pasó muy rápido, solo las dos primeras letras sobre el fuselaje de
aluminio, YV. “Coño, ese avión es venezolano”, grité a los otros.
“Discutíamos ya sobre la veracidad de lo
que había dicho, los demás no se fijaron en detalle alguno, cuando
llegó a nosotros el sonido de las sirenas de unos carros. Los bomberos o
la policía, comentamos, el avión debe estar en una emergencia. Había
también un fragor sordo de ruidos en la ciudad, gritos de la gente,
bocinas de los carros, carreras. ‘Aquí pasó una vaina’, dijo alguno.
Aquella era una conclusión que compartíamos y nos llenaba de
incertidumbre, mas no había manera de enterarnos, y asomarse a la calle a
preguntar no era para nosotros una opción. Decidimos terminar de
alistarnos y estar preparados para lo que fuese.
En unos minutos, nuestro amigo abrió la
puerta de la bodega y entró corriendo por el zaguán que llevaba al patio
trasero con un radio en la mano. ‘Muchachos, se jodió la dictadura
–gritó exaltado–, la Fuerza Aérea bombardeó Miraflores en la madrugada.
El avión que vieron pasar es la Vaca Sagrada, el avión de Pérez Jiménez.
El dictador huyó de Caracas y llegó aquí a Barranquilla’. Ni siquiera
reaccionamos. Aquella vaina simplemente no la podíamos creer. Los
reflejos desarrollados a lo largo de la clandestinidad pudieron más que
la emoción de la buena nueva, nos miramos unos a otros y, con la sangre
más ligera en las venas por la excitación de la noticia, le pedimos que
enchufara el radio para escuchar las noticias.
En un par de horas, Radio Caracol se
encargó de aclarar las cosas. En efecto, Miraflores había sido atacado
por la Fuerza Aérea, aunque las bombas no habían dado en el blanco. El
levantamiento había incluido unidades de blindados de Caracas y Maracay,
pero el levantamiento había sido derrotado. El avión que vimos pasar
era en efecto la Vaca Sagrada, pero no era Pérez Jiménez quien iba a
bordo, sino los militares rebeldes, que lo habían usado para huir del
país y evitar las tremendas represalias del régimen. El gobierno de
Colombia les había concedido asilo político. Sin embargo, periodistas,
políticos y expertos coincidían en una cosa: el mito del apoyo
monolítico de las Fuerzas Armadas a Pérez Jiménez se había desmoronado.
Esa misma tarde, llegó un compañero con
un mensaje de la dirección clandestina del partido en Maracaibo un
mensaje escueto, que resumía todo: “Panorama cambió por completo. La
victoria está muy cerca. Esperen en Barranquilla nuevas instrucciones”.
La dictadura se desmoronaba ‘como si fuera un montón de piedras’, y el
fragor de su caída llegaba nítido hasta nosotros. De la noche a la
mañana todo había cambiado, atrás había quedado la noche, la noche
triste de Barranquilla, la noche de la tiranía. Cuando entramos a
Venezuela no fue a morir sino a celebrar la democracia y reunirnos con
nuestros familiares”.
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