Entre los años 1975 y 2000 estuvimos
sumergidos en la búsqueda de personas que nos podían aportar información de lo
que entonces teníamos como línea de investigación: la lucha antigomecista en el
llano colombo-venezolano, con especial referencia a los generales Roberto
Vargas, nativo de este pueblo de Ortiz; de Pedro Pérez Delgado, que vio la luz
primera en Ospino, estado Portuguesa y de Emilio Arévalo Cedeño, natural de
Valle de la Pascua, estado Guárico. De tal manera que en búsqueda de esos
honorables hombres y mujeres fuimos a dar a Ortiz, San Juan de los Morros,
Calabozo, San Fernando de Apure, Guasdualito, Elorza y Arauca, del otro lado
del río, en territorio colombiano. Allá estaban quienes darían respuestas a
nuestras interrogantes.
En San Juan de los Morros conseguimos a las
mil y quinientas en 1975 a doña María Bonifacia Vargas (llamada Bonifacia),
hija del doctor y general Roberto Vargas, a quien llamaban el Tuerto Vargas,
nativo de este pueblo. Nos aportó
importantes datos sobre su padre y nos colmó de anécdotas. Dijo que en 1923,
cuando ella apenas tenía un año de nacida, su padre se la trajo al Guárico, en
bongos y a caballo. Cuando se trataba del caballo introducía a la pequeña,
acurrucadita en las cañoneras de la
silla. Ya joven, viviendo en la Casa de Barandas en Ortiz, debió ser a
comienzos de los años cuarenta del siglo pasado, un buen día don Roberto le
ordenó que se colocara delante de un árbol, colocó una naranja sobre su cabeza
y a lo Guillermo Tell, disparó con toda puntería sobre la fruta que cayó
partida en dos. No movió ni un músculo la joven Bonifacia, porque el doctor
Vargas le había expresado su interés por conocer si era mujer guapa y valiente de
verdad. En efecto, doña Bonifacia, que
no sé si vive ya, porque le perdí la pista, era una mujer de fuerte carácter
como su padre. Cuando estaba agonizando
el doctor Vargas, se quejaba de un dolor en el pecho y al ser inquirido por ella,
le manifestó muy quedo: “Es un dolor muy
fuerte. Es el desprendimiento del alma del cuerpo; ese es un dolor que no puede
resistir un hombre por muy macho que sea”.
Reclinó su cabeza y falleció.
En 1976 logramos entrevistar en Arauca a don
Juan Bautista Cisneros, un hombre de 85 años que dio hospedaje al doctor Vargas
de muy buena gana igual a como hizo con los exiliados venezolanos. Nos comentó
desde la hamaca donde se mecía, sin camisa, exponiendo su enorme vientre, que
el doctor Vargas no deambulaba por las calles, se acostaba temprano en su
chinchorro de moriche después de almorzar o cenar. Cuando había necesidad de
tocarle a la puerta, respondía: ¿quién? Y acto seguido se apartaba a un lado
por si le enviaban una ración de plomo. Temía un atentado. Don Juan Bautista
Cisneros murió casi centenario en Arauca.
De Maisanta y de Emilio Arévalo Cedeño nos
hablaron varios que los conocieron e inclusive anduvieron en guerra junto con
él. En primer término don Tito Sierra Santamaría, un tachirense de Rubio que en
1921 se incorporó a las huestes de Arévalo Cedeño en Palital, Cravo Norte,
porque no aguantó la represión de Eustoquio Gómez en San Cristóbal, donde
cursaba estudios. Acompañó a Arévalo al fusilamiento del coronel Tomás Funes en
San Fernando de Atabapo, en el antiguo Territorio Federal Amazonas: “Don Manuel Batista, natural de Río Chico,
familia de Funes, le hizo la urna de Sasafrás, un palo muy oloroso. Funes se
quitó un anillo de brillante y se lo dio a uno de los oficiales y le agregó “use
este anillo en nombre de Tomás Funes”. Dicho anillo resultó sumamente
pavoso y quienes lo poseyeron tuvieron una vida accidentada y hasta muertes
violentas. Funes-continúa don Tito Sierra- se quitó el sombrero, lo lanzó a un
lado y dijo suavemente, “adiós a mis amigos”. A Funes lo lloraron los indios y
muchos blancos que habían recibido favores suyos. En la continuación de su relato, don Tito nos informó que
estuvieron muchas horas entre la selva y el pantano por la Pica de Tití para salir a Atabapo por donde nunca lo esperaron.
Actuó el factor sorpresa en su favor. De Maisanta también nos habló don Tito.
Estuvo preso 33 meses entre Santa Rosa de Viterbo y el Panóptico de Tunja junto
con Baudilio Escalona, sobre quien el gobierno colombiano solicitó a Arévalo
Cedeño que lo eliminara y le suministró la logística para hacerlo en las
sabanas araucanas. Lo cumplió al pie de la letra.
Don José Manuel Franco, hijo del general
Alfredo Franco, nos dijo en Barinas a finales de los ochenta que Maisanta era
un hombre catire, alto, de ojos verdes. Muy dicharachero. Gran amigo de su
padre a quien debía muchos favores. Por eso hicieron preso a Pedro Pérez en San
Fernando, porque no quiso perseguir a Alfredo Franco cuando con Waldino Arriaga
y Francisco Parra Pacheco intentaron tomar a sangre y fuego la capital apureña.
Así lo escribe otro guerrillero, don Fidel Betancourt en un libro de memorias
que algún día aparecerá, pues son 12 tomos de la Historia Militar de Venezuela,
de la cual solo se han editado cuatro.
El capitán de guerrillas don José “Pepito”
Garbi nos dijo un año antes de morir en 1977 que a él lo recibió Maisanta con
un grupo de hombres que llevaba como soldados, con solo 21 años de edad. Fue en
la barranca colombiana de Puerto Carreño. Narra Garbi en sus memorias que
Maisanta no murió envenenado como se corrió la voz, sino de un infarto frente a
una litografía de la Virgen del Carmen que tenía en su celda y aprisionando con
sus manos trémulas el escapulario de la abogada de los hombres, el mismo que su
mujer Rosarito Domínguez le entregó en Villa de Cura y que tuvo en el pecho
hasta su último suspiro el comandante Hugo Chávez Frías. Pepito Garbi,
apureño de El Yagual nos comentó en su residencia de Caracas en 1976 que el
doctor Vargas le dio el título de capitán y asombrado de que un muchacho de 21
años pudiera reclutar a un grupo de hombres y traerlos a la guerra, le dijo “El capitán Garbi saca hombres de las
macollas de guasduas”.
Así pudiéramos continuar relatando la
oralidad de los llaneros que presenciaron o escucharon acerca de esos hombres
de verdad, los tumbatiranos, como diría el historiador colombiano Mantilla
Trejos, aquí presente. Pero al general Gómez no lo pudieron tumbar. Murió en su
cama, de viejo, a los 77 años, en Las Delicias, Maracay el 17 de diciembre de
1935, el mismo día que el Libertador. Como dijo el escritor José Rafael
Pocaterra visitando su panteón en Maracay: “Ni lo vencimos, ni lo convencimos”.
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