Recientemente mi amigo Rubén Monasterio escribió un artículo
donde menciona el hernialismo como base fundamental de la vagancia o dicho en
hermosas palabras italianas IL DOLCE FARE NIENTE. Esa lectura sacó de mis
gastadas neuronas una vieja anécdota que ya había olvidado y que dejó una gran
preocupación en mi mente de niño, siempre pensé que la Hernia era una gravísima enfermedad, hasta que mis estudios de
medicina develaron el tremendo error y ya verán por qué.
De mis recuerdos de la niñez siempre salta en primer plano
los sancochos domingueros en casa de unos familiares de mi mamá. Cuando era muy
pequeño yo temblaba ante la palabra sancocho, porque eso implicaba servir de
“punching ball” de una cofradía de viejas
solteronas que no escatimaban besos ni apurruños, ni pellizquitos en los
cachetes para con este tierno servidor y siempre acompañado de las palabras
“que bello está el nené”. Con el tiempo fui creciendo y disminuyeron a Dios las
gracias los arrumacos; pero no así el bochinche que significaban los benditos
sancochos. Era una familia de mujeres muy hacendosas y sus escasos recursos los
compensaban vendiendo tortas, planchando camisas de cuello duro y hasta
vendiendo el coro de lamentos en los velorios de los ricos solitarios. La
bondad de esas señoras era proverbial y su sentido de la solidaridad era
encomiable.
La puesta en escena de estos pantagruélicos condumios se
desarrollaban en una casa de San Agustín del Norte, muy cerquita al
stadium del Cervecería Caracas, donde
vivían “mis tías”. La parentela era muy numerosa y todas eran mujeres excepto un esperpento
llamado Luisito, el hombre que significaba la perpetuación del apellido. La
familia estaba conformada por 10
hermanas, enormes ellas y gordas también ellas, dos se habían casado y parieron
como 5 hijas cada una y todo ese pantaletero giraba en torno de una adusta
madre reproductora llamada desde luego Mamaíta. Tenían una costumbre de hablar
muy alto y en tonos muy agudos y además lo hacían todas a la vez, el entrar en
esa casa cuando estaban todas reunidas la sensación era lo más parecido a una
gallera, pero con tonalidad femenina. Luisito permanecía inmune al zaperoco y
guardaba siempre parsimonioso silencio.
Los sancochos domingueros de las gordigrandes eran de
novela. Comenzaban desde el día anterior, cuando escogían las gallinas a ser
“beneficiadas” para darle sentido al caldo. Las desplumaban y las troceaban
como era su costumbre, desde luego esa
ceremonia era acompañada de un ponche crema preparado en casa. La verdadera fiesta
comenzaba muy temprano el domingo cuando tres de mis “tias” salían al mercado
libre a comprar las legumbres y demás aditamentos para la preparación de la
famosa sopa. Las que se quedaban en casa daban escobazos en el patio para despejar
las ramas y hojas secas caídas durante la noche. Luisito a todas estas callaba
y observaba.
Cuando colocaban la gigantesca olla en el fogón iba vacía y
luego le iban agregando el agua, hacerlo de otra manera era imposible porque su
peso era excesivo. Todas aquellas mujeres eran excelentes cocineras y cuando el
agua comenzaba a hervir, empezaba el importantísimo debate sobre los
condimentos y demás ingredientes que terminarían dando gusto al caldo, estas
discusiones iban tomando volumen hasta llegar a los gritos que terminaban
súbitamente cuando la matrona, aposentada en su sillón, emitía con voz de
trueno las reglas a tener en cuenta para la preparación de “su sancocho”, esto
era palabra de Dios, no admitía discusión alguna. Luisito asentía con la
cabeza, reforzando las palabras de su madre, pero sin emitir sonido alguno.
Al mediodía era la llegada de los invitados y ya los
primeros hervores de la olla esparcían un delicioso olor en toda la casa. A la
vieja la sentaban en un sillón en medio de la sala y tomaba posesión de todo
aquel bochinche, no se movía y parecía que le salieran raíces desde sus pies
que la anclaban al piso de mosaico, mas esto no impedía que controlara toda la
situación soltando órdenes a distancia. Los invitados eran agasajados con
bebidas mientras la paila de sancocho llegaba a su punto. Luisito saludaba a
todo el mundo con un lacónico HOLA.
Llegado el momento de servir la comida comenzaba el gran
jaleo, de la enorme paila salían cucharones de hirviente caldo que se vertían
en los platos rebozando hasta su orilla. La familia hacía honor a su tamaño y
su gordura y daban cuenta de varios platos de caldo cada una. Luisito comía y
callaba. Ya en los postres y el café, caía sobre todos los presentes una
modorra que obligaba a la despedida para lograr una siesta reparadora de la
opípara comilona. Luisito otra vez abría la boca para decir ADIOS.
Este Luisito siempre me pareció misterioso, era feo cual
gárgola de Notre Dame, pero sus hermanas no escatimaban esfuerzos en rendirle
honores a su belleza, siempre vestía camisas muy bien planchadas y pichirriaba
decir palabras al máximo, yo le calculaba que su léxico alcanzaba unas 20
acepciones. Poseía un especial don de la anonimia, nadie le tomaba en cuenta,
no “olía ni jedía” y se mimetizaba cual camaleón con los muebles de su casa.
Nunca una vida fue más inútil. Las hermanas solteronas se vanagloriaban
diciendo que su hermano permanecía casto y puro como el día en que nació ya que
ninguna mujer era lo suficientemente adecuada para tanta perfección. Luisito
permanecía en su casa y salía muy poco, en sus sesenta y tantos años de vida
NUNCA TRABAJÓ. En una ocasión pregunté a sus hermanas por qué ese desapego al
trabajo y la contestación en unísono coro fue: ¡¡¡POBRECITO, EL ESTÁ HERNIAO!!!
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