Maribel no come ni carne, ni pescado, ni pollo, lo que me
hace pensar que subsiste del profundo amor que le profeso. Ella aspira a que yo
la acompañe en esa dieta de faquir de la India, aduciendo que la comida
condimentada me hace soñar con murciélagos peludos en vez de mariposas
amarillas, pero, algunos sábados me le escapo y me dedico a la aventura
culinaria. Ultimamente me ha dado por los perros calientes.
Nadie sabe el origen del extraño nombre adjudicado a una
salchicha con pan, lo de caliente se entiende porque se come recién hecho, pero
lo del perro no tengo la menor idea. Muchas viejas mal pensadas no comían esta
delicia porque creían que sacrificaban un perrito por cada plato servido y solo
para usar una pequeña parte del animal. Error, los perros se salvaron de ser
emasculados. Siempre fue usada la carne molida para hacer las salchichas. Hay
un consenso del origen de este sándwich que es newyorquino y nació alrededor de
1900, cuando inmigrantes alemanes ofrecieron sus famosas salchichas acompañadas
de pan en los juegos de beisbol y luego en Coney Island, donde funcionaba el
primer parque de diversiones de USA. Fue en esa zona donde se instaló una de
las primeras cadenas de franquicias americanas con la marca “Nathan´s Famous”,
que todavía persisten en las grandes metrópolis del norte y que siguen
vendiendo perros sin acabar con los animalitos. De allí, este platillo que se
vende sin plato y para comerse en la mano se popularizó por todo el mundo.
Pero situémonos en Caracas y en la fecha y hora precisa para
comer perros calientes. Son los Sábados entre 4 y 6 de la tarde, cuando
acompañados por los graznidos de las guacamayas amarillas y azules que
revolotean en nuestros cielos, se hace el momento propicio para degustar las
salchichitas con pan y todo el resto de acompañantes que han tipificado el hot
dog caraqueño.
Para echármelas de criollo decidí comerme un perro caliente
vernáculo. Nada de restaurantes, el perro caliente se come en la calle y haciendo
equilibrio para que no nos atropelle una moto. Un brinquito para allá, otro
brinquito para acá hacen la coreografía necesaria de este condumio. Pero
primero lo primero, usted se busca un buen kiosco y lo aborda, nada de dar las
buenas tardes o saludar, so pena de ser catalogado como sifrino de inmediato el
perrocalientero con cara de boxeador retirado me suelta “que quieres papahh”
(si, con h aspirada y las P pronunciadas como disparos sucesivos) y dije “un
perrito, ahí” y ya la cosas fluyeron automáticamente, el dependiente pregunta:
perrito o polaca? y me agarró fuera de base y contesté sin pensarlo “polaca,
ahí”, no tenía ni idea de lo que había pedido, resultó ser una tremenda
salchicha de esas que los italianos llaman luonga e grossa. Hasta ahora la
cosa iba bien, pero surgió otra pregunta inesperada, ¿con todo? Y yo dije
rápidamente ¡¡Dale con todo!! No sabía en lo que me había metido, el tipo
empezó a ponerle cualquier cantidad de cosas encima de la salchicha hasta que
se hizo una pequeña torre que fue coronada con papitas fritas desmenuzadas. Me
extendió su obra maestra metida en una servilleta y me espetó: date con
cualquiera de las 24 salsas que tienes ahí, papah ¡! Que sufrimiento, todos
veían mi torpeza en el manejo de aquel manojo de servilletas que envolvían al
pan y todavía este carrizo quería que le pusiera alguna salsa que podía salir
de esa orquesta de botellas multicolores rellenas de mezclas hechas en casa.
Por fin me decidí y le puse kétchup y mustard, siendo fiel a mi formación pro
yanqui.
Una vez sazonado el enorme perrito comenzó lo peor, no sabía
por dónde empezar, el coroto tenía un diámetro de unos 15 centímetros y mi
articulación témporo mandibular llega a una apertura máxima de 6 centímetros,
recurrí al viejo truco de observar primero y luego actuar y después me decidí a
hacer el primer ataque por los lados y así pude arrancar el primer mordisco, no
sin antes dejar caer al suelo la primera ristra de papitas y llenarme la punta
de la nariz con la mayonesa sobre nadante. En ese momento decidí no pararle
bola a los mirones y me concentré en la salchicha que parecía interminable,
mientras más mordía más salchicha se asomaba en el amasijo de cebollas,
pepinillos y papitas salpicadas de salsas. Terminé hecho un desastre, dos
manchones de salsa de tomate en la camisa y las papitas resbalaban por mi
cuello. Pedí la cuenta y el ex boxeador me dijo: “una polaca y persi, son
sesentón, padre”. Fin de mi aventura perro calientera.
Me sentí satisfecho, el perro caliente fue sencillamente
extraordinario y me monté en el carro con una sonrisa pícara de gourmet
satisfecho, pero la dicha dura poco en la casa del pobre, porque al llegar a
casa me preguntaron ¿Qué son esas manchas en la camisa? Y allí comenzó el
consabido peo.
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