domingo, 8 de septiembre de 2013

PERRITOS CALIENTES

JESUS ALFARO
 

Maribel no come ni carne, ni pescado, ni pollo, lo que me hace pensar que subsiste del profundo amor que le profeso. Ella aspira a que yo la acompañe en esa dieta de faquir de la India, aduciendo que la comida condimentada me hace soñar con murciélagos peludos en vez de mariposas amarillas, pero, algunos sábados me le escapo y me dedico a la aventura culinaria. Ultimamente me ha dado por los perros calientes.

Nadie sabe el origen del extraño nombre adjudicado a una salchicha con pan, lo de caliente se entiende porque se come recién hecho, pero lo del perro no tengo la menor idea. Muchas viejas mal pensadas no comían esta delicia porque creían que sacrificaban un perrito por cada plato servido y solo para usar una pequeña parte del animal. Error, los perros se salvaron de ser emasculados. Siempre fue usada la carne molida para hacer las salchichas. Hay un consenso del origen de este sándwich que es newyorquino y nació alrededor de 1900, cuando inmigrantes alemanes ofrecieron sus famosas salchichas acompañadas de pan en los juegos de beisbol y luego en Coney Island, donde funcionaba el primer parque de diversiones de USA. Fue en esa zona donde se instaló una de las primeras cadenas de franquicias americanas con la marca “Nathan´s Famous”, que todavía persisten en las grandes metrópolis del norte y que siguen vendiendo perros sin acabar con los animalitos. De allí, este platillo que se vende sin plato y para comerse en la mano se popularizó por todo el mundo.

Pero situémonos en Caracas y en la fecha y hora precisa para comer perros calientes. Son los Sábados entre 4 y 6 de la tarde, cuando acompañados por los graznidos de las guacamayas amarillas y azules que revolotean en nuestros cielos, se hace el momento propicio para degustar las salchichitas con pan y todo el resto de acompañantes que han tipificado el hot dog caraqueño.

Para echármelas de criollo decidí comerme un perro caliente vernáculo. Nada de restaurantes, el perro caliente se come en la calle y haciendo equilibrio para que no nos atropelle una moto. Un brinquito para allá, otro brinquito para acá hacen la coreografía necesaria de este condumio. Pero primero lo primero, usted se busca un buen kiosco y lo aborda, nada de dar las buenas tardes o saludar, so pena de ser catalogado como sifrino de inmediato el perrocalientero con cara de boxeador retirado me suelta “que quieres papahh” (si, con h aspirada y las P pronunciadas como disparos sucesivos) y dije “un perrito, ahí” y ya la cosas fluyeron automáticamente, el dependiente pregunta: perrito o polaca? y me agarró fuera de base y contesté sin pensarlo “polaca, ahí”, no tenía ni idea de lo que había pedido, resultó ser una tremenda salchicha de esas que los italianos llaman luonga e grossa. Hasta ahora la cosa iba bien, pero surgió otra pregunta inesperada, ¿con todo? Y yo dije rápidamente ¡¡Dale con todo!! No sabía en lo que me había metido, el tipo empezó a ponerle cualquier cantidad de cosas encima de la salchicha hasta que se hizo una pequeña torre que fue coronada con papitas fritas desmenuzadas. Me extendió su obra maestra metida en una servilleta y me espetó: date con cualquiera de las 24 salsas que tienes ahí, papah ¡! Que sufrimiento, todos veían mi torpeza en el manejo de aquel manojo de servilletas que envolvían al pan y todavía este carrizo quería que le pusiera alguna salsa que podía salir de esa orquesta de botellas multicolores rellenas de mezclas hechas en casa. Por fin me decidí y le puse kétchup y mustard, siendo fiel a mi formación pro yanqui.

Una vez sazonado el enorme perrito comenzó lo peor, no sabía por dónde empezar, el coroto tenía un diámetro de unos 15 centímetros y mi articulación témporo mandibular llega a una apertura máxima de 6 centímetros, recurrí al viejo truco de observar primero y luego actuar y después me decidí a hacer el primer ataque por los lados y así pude arrancar el primer mordisco, no sin antes dejar caer al suelo la primera ristra de papitas y llenarme la punta de la nariz con la mayonesa sobre nadante. En ese momento decidí no pararle bola a los mirones y me concentré en la salchicha que parecía interminable, mientras más mordía más salchicha se asomaba en el amasijo de cebollas, pepinillos y papitas salpicadas de salsas. Terminé hecho un desastre, dos manchones de salsa de tomate en la camisa y las papitas resbalaban por mi cuello. Pedí la cuenta y el ex boxeador me dijo: “una polaca y persi, son sesentón, padre”. Fin de mi aventura perro calientera.

Me sentí satisfecho, el perro caliente fue sencillamente extraordinario y me monté en el carro con una sonrisa pícara de gourmet satisfecho, pero la dicha dura poco en la casa del pobre, porque al llegar a casa me preguntaron ¿Qué son esas manchas en la camisa? Y allí comenzó el consabido peo.

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