viernes, 9 de marzo de 2012

El Duque de Rocanegras (segunda revisión)

Gerónimo Alberto Yerena Cabrera
Recuerdos de la década de los veinte.
Palabras caraqueñas.
Vitoco,vitoquear,vitoqueado.


Caracas en la década de los veinte fue muy florida y rica en hechos, sucesos,
y personajes, que bien vale la pena recordar; coinciden, tanto con el crecimiento en sí de la ciudad, como con el inicio de su transformación, que ya se vislumbraba. No olvidan los caraqueños su buen humor, aunque bastante sano, a veces atrevido. En la ciudad, estando aún en la época gomecista, donde el control y la férrea censura que imperaba limitaba la libertad de expresión, siempre se dió la oportunidad de divertise, aprovechando los humoristas algunos sucesos, como fue lo acontecido con el famoso personaje del Duque de Rocanegras.

Quizá con la palabra vitoquear, (vitoco,vitoquear,vitoqueado, vitoquismo) -sustantivo, verbo o adjetivo- se designaba desde principios del siglo XX (1921) a las personas que vestían como un “dandy”, y además presumían de eso, buscando la mayor notoriedad posible; o, como dijo Guillermo Meneses en su Libro de Caracas: “ con aspecto de superlativa elegancia”.En los últimos veinte años del siglo pasado, han sido muy pocas las veces que he oído esta palabra, a pesar de haber sido usada frecuentemente en mi juventud (década de los cuarenta,cincuenta e incluso en los sesenta); es una más de las expresiones caraqueñas que tiende a caer en el olvido, como casi sucede con las vivencias de esa década, que de no ser por el testimonio de personas como Aquiles Nazoa, así como de un grupo de reconocidos cronistas que cito más adelante, no tuviésemos ninguna oportunidad de recordarla.

Aquiles Nazoa, quién nació en 1920, en su libro Caracas Física y Espiritual presenta un artículo: Memorias del Duque de Rocanegras, en el cual describe a perfección y en forma magistral la historia de este personaje, y como surgió la palabra “vitoqueado”. Debido a lo excelente del trabajo, y a que en él hace un repaso y un recordatorio de las costumbres, las vivencias y el buen humor de los caraqueños, y retrata “La Caracas de Antaño” la cual aún muchos recordamos; me motivó a presentarles un resumen del mismo, por considerar éste lo más completo que se haya escrito sobre Vito Modesto Franklin y el significado de la palabra “vitoqueado”. La mayoría de los párrafos tomados del libro de Aquiles son transcritos textualmente, y en los casos que he considerado necesario, he intercalado algunos comentarios y referencias de otros autores, en el contexto del mismo tema, sobre la crónica de la ciudad en esa década. Recuerdo aún, que en mi juventud era casi como una obligación familiar ver el programa de Aquiles Nazoa por la Televisora Nacional, canal cinco, y es por eso que he tenido el atrevimiento de tomar como base su artículo en el desarrollo de esta exposición.


Relata Aquiles Nazoa: "Vito Modesto Franklin, alias “Duque de Rocanegras y Príncipe de Austracia”. Criatura insólita de la fantasía y del humorismo de la ciudad, en el esplendor físico de aquella figura y en la atmósfera de leyenda que respiraba su fascinante personalidad; conoció en la Caracas de los 20, al que fue su personaje más típico por más de diez años, y al mismo tiempo una estampa humana, mitad broma, mitad poesía, parte locura y parte ensueño.
.
Era natural de La Guaira donde en su juventud había figurado entre los recios caleteros que acarreaban sacos de café a los barcos. Su vida de aventuras comienza apenas a los 15 años, cuando Rodolfo, su amigo de la niñez, lo incorpora a la clientela un poco bandilesca de “El Gato”, famosa posada y garito guaireño que poetizaba la sólida reputación de su cocina criolla en sus anuncios versificados del periódico La Lira:

Es El Gato, en verdad un paraíso,
allí el talento del mondongo brilla:
la gracia virginal de la morcilla,
la sublime elocuencia del chorizo.


Iniciándose como el jugador afortunadísimo que fue siempre, en una de sus jugadas logró Franklin desbancar la ruleta de “El Gato”, dando lugar con su triunfo a un violento episodio de sangre del que le resultó un encarcelamiento por tres años. Cumplida su condena se trasladó a las tierras cacaoteras de Barlovento y allí se hizo de cuantiosos bienes, no siempre sin utilizar sus admirables mañas de picapleitos y abogado de afición, merced a las cuales se le llegó a conocer en aquella región como el Doctor Franklin. Pero cuando más prósperamente florecían sus negocios, sufre lo que el mismo describirá después como una de sus crisis de misticismo y decide ingresar en el Seminario. A punto ya de ordenarse sacerdote, y cuando ya casi todo Caracas lo conocía como el Padre Franklin, las autoridades eclesiásticas le impiden la ordenación luego de investigar las turbulencias de su vida pasada, y es entonces cuando Franklin comienza su carrera de “grand viveur” cosmopolita y elegante.
La época de su primer viaje a Europa es aquella en que Madrid celebra, con grandes corsos de flores, el cumpleaños del rey Alfonso XIII el día de San Pascal; es la época en que la literatura de Pierre Loti y las páginas de la revista L’Illustration habían puesto de moda los lujos de la mueblería oriental, los cigarrillos turcos y el turismo por los países exóticos. Es la época en que Europa se halla en plena efervescencia danunziana, y el ruidoso poeta impone en la literatura la moda de los amores raros; cuando París aún asiste con un entusiasmo robusto al espectáculo de los últimos duelos-vagido póstumo del romanticismo- y en que en la Costa Azul se oye sonar, de vez en cuando, el pistoletazo de un suicida mundano, galante e insolvente.

Trasladar a sus pequeñas ciudades de la América tropical un poco de ese mundo decadente, pero tan decorativo, fue el sueño de algunos suramericanos sensibles que por entonces viajaban por Europa; y así algunos renunciaban a su personalidad real para asumir otra más poética o al menos, más cónsona con aquel mundo del que se han hecho huéspedes para siempre, aun no viviendo ya en esa región.

A esta familia de criollos vuelto hacia lo exótico, perteneció nuestro Duque desde 1921 como el más vistoso y original de sus representantes. Para poder vivir la hermosa farsa que fue su vida durante diez años, adoptó un ropero de su propia creación, caracterizado principalmente por sus deslumbrantes ensamblajes de colores en que concurría el leonado y el verde Nilo, el carmesí y el negro, el esmeralda y el gris claro, el violeta y el rosa, todos ellos aplicados a las más curiosas formas que adoptaron jamás las ropas masculinas; como combinaciones de paltó-levita y calzón corto a lo chamberlán, chistera y camisa mosquetero de ancho cuello y bocamanga de encaje, tirolés con escarapelas de plumas, corbata de plastrón y zapatillas de raso con hebilla de plata.

Completaban la irrealidad de su figura no sólo sus pelucas que parecían de seda, sino el leve maquillaje de carmín y polvo de arroz con que avivaba su semblante, siempre realzado por un monóculo del que pendía una larga cintita del mismo color de la corbata. Famosos fueron también sus bastones de riquísima y complicada empuñadura, que excedían a veces el tamaño normal, y por la manera como él lo empuñaba le infundían el aire de un majestuoso maestro de ceremonias. En la muñeca izquierda llevaba invariablemente una soberbia pulsera adornada con tres bellotas de oro ,de las que él decía que representaba a sus antepasados: los tres infantes de Borbón; y de sus guantes, célebres también por sus colores, no prescindía sino en ciertas especialísimas noches de gran teatro, para mostrar, algunas de las sortijas que componían su rutilante colección.
Gozoso de la admiración que a su paso suscitaba entre los viandantes, salía todos los días a las diez de la mañana de su casa en la esquina de la Glorieta e iba a situarse en la Plaza Bolívar, donde pasaba casi todo el resto del día, con la mirada perdida entre los árboles, galanteando ceremoniosamente a las damas que pasaban o a veces charlando con sus numerosos amigos en el corrillo intelectual de “La Francia”.
Para 1922, y todavía sin llegar sus extravagancias a los extremos que alcanzó por el año de 1929, ya la figura del Duque era popularísima en Caracas. Y para confirmar apoteósicamente su caudaloso prestigio, en los carnavales de aquel año, un grupo de sus amigos formado por: Arístides Silva Pérez, Armando Carriles, Julio Coll Pacheco Magín, Enrique Silva Pérez, y Antonio José Santana, integraron una comparsa en la que todos iban disfrazados a la usanza del Duque y con la que el propio parodiado fue paseado en triunfo con acompañamiento de gran multitud, por las principales calles de la ciudad.
Hasta aquella época se le conocía popularmente en Caracas como el Doctor Franklin y también como el padre Franklin; pero a raíz de su apoteosis carnavalesca, y para halagarle el prurito nobiliario de que había vuelto contagiado desde su viaje a Europa, un grupo de amigos encabezado por el dibujante “Leo”, tuvieron la ocurrencia de hacerle llegar por trasmano un pergamino supuestamente expedido por el Rey de España, en el cual se le confería la dignidad de Duque de Rocanegras.

Nunca sabremos si Franklin, por ser también un humorista en el fondo, se prestó conscientemente a ser un elegante juguete en manos de sus amigos, o si, ofuscado por su incurable manía del esplendor, se sentía en verdad protagonista de la fábula ducal que le inventaron. El hecho fue que apenas recibido el pergamino se hizo entrevistar por todos los periódicos, despertando tal entusiasmo en la ciudadanía con la noticia de su ducado, que en 1924 para celebrarlo, se le organizó una fiesta en el Circo Metropolitano. Los organizadores de la fiesta –dice la reseña enviada desde Caracas a la revista madrileña “Sangre y Arena”- solicitaron de su excelencia el Duque de Rocanegras les hiciera el despejo de la plaza en una carroza preparada al efecto.
“La alta dignidad ducal cumplió su cometido, y después, gentilmente invitado para tomar una copa de champaña en el centro del ruedo, se le dio libertad inopinadamente a un hermoso novillo… Los invitados como por encanto desaparecieron del redondel; solamente el príncipe, el auténtico (teniendo sangre azul no podía ser de otra manera) aguantó con la mayor impavidez las embestidas del “morlaco”, y paso a paso, con toda la majestad que el caso requería, se retiró hasta el más lejano burladero, conservando intacta la virginidad de su línea”.
Aunque se aseguraba que en sus relaciones con las damas, nunca excedía el Duque los límites de un elegante platonismo castamente alimentado con flores y bombones ( Casto Varón de las Vestales le llamó la revista Elite en 1930), se desvivía S.E por las mujeres de teatro y especialmente por las bailarinas y coupletistas. Para tenerlas al alcance de su esplendidez y admiración, se compró el viejo Teatro Olimpia, y desde el palco central, en las noches de debut o de despedida, les arrojaba al escenario grandes cantidades de rosas. Eran los tiempos en que recorrían América, tonadilleras de fama mundial como: Rosita Guerra, Carmen Flores(amante de don Enrique de Borbón), Raquel Meller, Pastora Imperio y Lydia Ferreira “La Lusitana”.

Según Guillermo Meneses: “Paquita Escribano, otra gran cupletista, coincidió con Carmen Flores en Caracas en el año de 1922; Carmen Flores actuó en el teatro Olimpia; Paquita Escribano primero en el Teatro Nacional y luego en el Nuevo Circo. Carmen Flores era castiza y cañí (de raza gitana) conforme diría cualquier cronista de la época. Cantó cosas como “De noche cuando me acuesto” o “Cruz de mayo”.Tenía voz suficiente como para que la escucharan fuera del teatro. Pero bueno es pensar que no era escasa la de la Escribano, y prueba suficiente es la de que cantaba en el Nuevo Circo en tablado puesto sobre la puerta de los toriles. Paquita cantaba cuplés como “Besos fríos” o “no me beses” y se atrevía con la osada letra de “Mi Hombre”. Ambas tenían en su repertorio canciones como “El Relicario”. La rivalidad entre Carmen y Paquita produjo pública controversia y los periódicos de la época traían abundantes correspondencia destinada a alabar y zaherir a una u otra de las artistas”.

Otra cupletista famosa fue Raquel Meller, una de las grandes cupletista de la “Belle Epoque”; se llamó Francisca Marques López, nacida el 10 de marzo de 1888 en Tarazona, Zaragoza y murió el 26 de julio de 1962 en Barcelona (España). Fue también una de las grandes interpretes de “El Relicario”, junto a Carmen Flores y Paquita Escribano. Creo que las tres, terminaron de enloquecer al Duque.

Comenta Guillermo José Schael que: el matrimonio de la Meller con el poeta Gómez Carrilo en el Teatro Olimpia fue un acontecimiento de singular relieve artístico y social. Reunió a las personalidades más destacadas del teatro y de las letras de su tiempo. Asisten además no pocos representativos de la aristrocracia española. Entre sus padrinos de boda figuró el Conde de Ramanones (y por supuesto el Duque de Rocanegras).

Sobre el “Relicario”, escribe Guillermo José Schael en su libro “Caracas La Ciudad que no vuelve” lo siguiente:
“No existe pianola sin los compases en su repertorio de tan alegre melodía. Diríase que todos los programas sociales bailables comienzan con este garboso pasodoble y cierran al compás de la inimitable “Alma Llanera” del maestro Pedro Elías Gutiérrez.


Letra completa de esta famosa canción.

I
“El día de San Eugenio
yendo hacia el Prado le conocí
era el torero de más tronío
y el más garboso de to Madrid…

Iba en calesa pidiendo guerra
y yo al mirarlo me estremecí
y él comprendiendo saltó del coche
y muy garboso se vino a mí
tiró el capote con gesto altivo
y muy mimoso me dijo así:
Estribillo
Pisa morena, pisa con garbo
Que un relicario, que un relicario me voy hacer
Con el trocito de mi capote
que haya pisado, que haya pisado tan lindo pié.
II
Un lunes abrileño
el toreaba y a verle fui.
Nunca lo hiciera aquella tarde
de sentimiento, creí morir.
Al dar un lance,
cayo en la arena;
se sintió herido
miró hacía mí.
Un relicario saco del pecho
y yo al instante reconocí
cuando el torero caía muerto
en su delirio decía así…
Estribillo

Continúa Aquiles:
En el homenaje popular que en 1924 fue objeto el Duque para proclamarlo “El Hombre de las Línea Perfectas”, fue Carmen Flores quién fungió como sacerdotisa encargada de consagrarle. La ceremonia, que respiraba un paganismo de caricatura, consistió en tender al Duque semidesnudo en un lecho de rosas y verterle champaña en su vientre para que Carmen bebiera del cuenco (concavidad) de su ombligo. Ahora bien, siguiendo a la Flores, de quien estaba inútilmente enamorado, había llegado por aquellos días a Caracas don Enrique de Borbón, personaje de la realeza española y primo del rey Alfonso XIII, a quien le pareció excesiva aquella confianza del Duque con su amada; por lo que en un ruidoso encuentro que ambos tuvieron en los salones de “La Francia”, le arrojó un guante a la cara del Duque y lo retó a duelo. Al parecer a última hora se acobardó el Borbón, y cuando el Duque y sus padrinos fueron en su busca en la explanada de El Calvario, ya don Enrique iba camino a Colombia, siempre en seguimiento de su evasiva Carmen.

En Caracas no ocurrían duelos desde los años románticos de 1850, cuando se libraron los últimos en los matorrales del lugar llamado La Matanza, donde hoy se encuentra el Nuevo Circo. Tampoco habían tenido los caraqueños desde la época de la colonia, muchas ocasiones de mirar de cerca de una persona de la nobleza; todo lo cual, sumado a la gran popularidad de que gozaba el Duque, le aseguró el esperado espectáculo del desafío una concurrencia digna de la mejor corrida de toros. Interpretada la fuga del Borbón como un triunfo por “forfeit” para su contendor, la enorme multitud de curiosos que se habían aglomerado en El Calvario para asistir al duelo, se echaron en hombro al Duque, y entre aclamaciones, aplausos y vivas a Venezuela lo trajeron cargado hasta la Plaza Bolívar.

Un nuevo elemento, acaso el más bellamente fabuloso de todos, vino por el año 24 a enriquecerle al Duque la materia novelística de su vida. Con procedimiento semejante al que había usado para hacerle llegar el pergamino con sus títulos, el círculo de amigos, entre los que siempre andaba metida la mano de redactores de “Fantoches”, fechándola en la remotísima villa francesa de Metz, le hicieron llegar como escrita por una supuesta princesa cautiva, una declaración de amor, para cuya firma eligieron el nombre de un conocido medicamento recomendado contra la dispepsia: se llamaba Princesa Piperazine de Midy.
“Estimado Duque-decía la carta-: tiempo mucho ha que os amo en secreto como bien consta a mi almohada, a la que comunico todas las noches las inquietudes de mi corazón, y en especial a mi loro particular con quien paso mis horas de ocio conversando acerca de vos. Estáis ceñido a mi amantísimo corazón como presa en mi corsé lo está mi cintura. Permitidme contar desde hoy con vuestra mano. La mía, vuestra fue desde siempre. Besos vuestros pies, Piperazine de Midy, Princesa cautiva de Austracia”.
Si creyeron sus amigos sorprender la inocencia del Duque con la invención de semejante princesa, lo que lograron en realidad fue proporcionarle un tema para demostrar todo lo poeta que era. No sólo admitió la existencia de tan lejana y fabulosa enamorada, sino de tanto mencionarla, de brindar por ella en sus fiestas y de salir en su defensa cuando se le aludía sarcásticamente en los periódicos, llegó a infundirle vida, llegó a darle corporeidad en el folklore de Caracas, llegó a asociarla a su nombre, a su aventura y hasta a su tragedia como lo está a la figura de Don Quijote la imagen de Dulcinea.

En Así son las Cosas, Oscar Yánez relata: “En ocasión de haberle señalado al Duque que su “Dulcinea” tenía el mismo nombre que un remedio, él explicó con burla que la plebe no sabía de remedios; además ella remedia todos los males de mi corazón…”

Cuenta Aquiles Nazoa, que después de lo ocurrido con lo de la princesa Piperazine, el Duque se declaró Consorte de la Cautiva, y adoptando el título de la desposada se proclamó Príncipe de Austracia. Coincidió esta situación con el auge de Rodolfo Valentino y sus éxitos cinematográficos: “Cobra”,”Sangre y Arena”,”El Gaucho”,”El Hijo del Sheik” y “El Aguila Negra”-los cinco títulos de oro que envuelven el nombre de Valentino en un fulgor de leyenda- y poco a poco la ciudad se fue rindiendo a la fascinación de la nueva “divinidad viviente”. Las películas de Valentino cada tarde congregaban a sus idólatras en las vespertinas del Teatro Princesa, o en las friolentas intermediarias del Circo Metropolitano.
Esto causó un celo exagerado en el Duque, e hizo un intento casi angustioso por rescatar el sitial de fama que con tan desiguales armas le arrebatara el extranjero; y para completar la situación, los humoristas de “Fantoches” le propusieron hacer una comparación pública entre sus proporciones corporales y las que se conocían de Valentino. El Duque en un rapto de sumo exhibicionismo aceptó el reto. Posó medio desnudo para un famoso retrato de la Fotografía Manrique, cuya exhibición en las céntricas vitrinas de la Bota de Oro, resultó el más gozoso espectáculo que se había ofrecido a la Caracas de aquellos tiempos. En el teatro Olimpia, días más tarde se celebró el acto donde se efectuó las mediciones de su cuerpo y fueron realizadas por un competente grupo de operadores de cine; el Duque recobró su popularidad, más ésta no descansaba ya como en otros tiempos en el prestigio de su persona, sino en el apoyo que le prestaba la radiante actualidad de su émolo cinematográfico. Esto se prolongó hasta el 23 de agosto de 1926 cuando murió Rodolfo Valentino en la ciudad de Nueva York.

Para terminar la década de los veinte, el seis de diciembre de 1930, el Duque asistió invitado por un amigo latonero a una prueba de una maquina de vapor que éste había inventado, la maquina explotó e hirió al Duque en la frente y le produjo la pérdida de una pierna… El Duque murió el 17 de julio de 1938.
Su vida en la década de los veinte (1921-1930) coincidió con el humor, la sátira y las costumbres de la Caracas de esa época. No se burlaron de él, sino que todos vivieron y compartieron su necesaria locura.


Gerónimo AlbertoYerena Cabrera
yerena.geronimo@gmail.com

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