miércoles, 27 de mayo de 2015

La noche de Barranquilla


Francisco Suniaga*

Al profe Humberto Rivas Casado
La noche de Barranquilla; por Francisco Suniaga 640
Fotografía del Archivo Fotografía Urbana
Hace un par de años Vasco Szinetar, uno de nuestros grandes fotógrafos y artistas, y curador del Archivo Fotografía Urbana, me envió varias fotos. La idea era que realizáramos juntos un libro que combinara gráficas del pasado reciente, de 1945 en adelante, con pequeños ensayos literarios, leyendas casi. La idea no arrancó por las dificultades que ha atravesado la industria editorial y, también, porque aquello de que una foto son mil palabras es más cierto de que se puede imaginar; y la literatura lucía innecesaria en las pruebas pilotos que hicimos.
Limpiando la abarrotada memoria de mi computadora, me tropecé con el archivo de aquellas fotos y no pude resistir la tentación de volver a mirarlas. La que encabeza esta nota, a pesar de haberla visto antes, me llamó de nuevo la atención. Supuse que nadie que la hubiera mirado en los días en que fue tomada se habría atrevido siquiera a pensar que la dictadura de Marcos Pérez Jiménez iba alguna vez a tener fin. Por un lado, ningún dato de la realidad perceptible por el ciudadano común, tanto en lo doméstico como en el plano internacional, conducía a concluir que así pudiera ser. Por el otro, lo que la foto trasmite por sí misma: la imagen de un hombre poderoso, con séquito –los antiguos romanos los llamaban lictores–, seguro en su gestualidad, trajeado de gala, pulquérrimo en su apariencia.
Es de un autor desconocido y carece de información escrita alguna que aporte datos más precisos sobre la ocasión y su fecha. Debió haber sido tomada a la entrada del Círculo Militar –en una de sus esquinas se ve una pérgola que pareciera ser de ese lugar emblemático de la dictadura de Pérez Jiménez– y habría sido en una fecha cualquiera entre 1955 y 1956. Esta última especulación se funda en que ese fue el período durante el cual Wolfgang Larrazabal –a la izquierda del tirano, y quien sería el jefe del levantamiento que lo derrocó el 23 de enero de 1958– ocupó la presidencia del club social de las Fuerzas Armadas, escenario de los bailes que celebraban la grandeza del régimen que expresaba el “nuevo ideal nacional”, como era su lema.
Al observar de nuevo la fotografía, recordé la anécdota de un viejo militante de Acción Democrática, cuyo nombre voy a mantener en el anonimato a solicitud suya. Baste decir que integró las legiones de jóvenes que formaron parte de la resistencia armada a la dictadura y que se jugó la vida en más de un lance. Lo conocí hace pocos años, en 2009, en una de las presentaciones de mi libro “El pasajero de Truman”. Hablamos de muchas cosas, es un gran conversador, entre ellas, como es lógico suponer, de Diógenes Escalante, y de cómo su infortunio pesó sobre los eventos que condujeron al 18 de octubre de 1945. Me regaló en esa ocasión una frase que he repetido y cuya gracia me ha servido para salir bien librado en algunos escenarios apáticos que he debido enfrentar. “Mire poeta –me dijo con picardía–, el problema de Venezuela es que quien nació para ser presidente se volvió loco y quien nació para loco se volvió presidente”.
En una de nuestras conversaciones últimas, quizás notó en mí cierto desaliento por el autoritarismo del presente y sus exhibiciones de fuerza, me aseguró que debajo de la aparente solidez de un régimen dictatorial hay una gran debilidad. Que esa debilidad se manifiesta de manera dramática en el momento menos esperado. Que la tarea era oponerse a él bajo un esquema eficiente, que aglutine a los demócratas y permita resistir pacíficamente hasta que en algún momento, por el incidente menos pensado, el mamotreto se desmorone, como inexorablemente lo hará. Para darme un ejemplo me contó entonces una historia que –me dijo– solía contarle a la gente que perdía la fe.
El 31 de diciembre de 1957, apenas veintitrés días antes del final de la dictadura, se encontraba en Barranquilla con otros dirigentes de la juventud de Acción Democrática, enconchado en la trastienda de la bodega de un venezolano amigo. Tenía veinticinco años pero ya era un curtido militante de la resistencia, tan curtido que sentía que estaba desafiando a las estadísticas. Sus estudios para graduarse de maestro en la escuela Miguel Antonio Caro habían quedado truncos porque se había enrolado en la lucha contra el régimen desde el primer día (después del golpe a Gallegos) y caído preso. Barranquilla era en aquel momento la última estación de un exilio errante de varios años, que lo había llevado a recorrer buena parte del sur del continente.
Había recibido, junto con otros compañeros tan jóvenes como él, la orden del liderazgo adeco de volver a Venezuela desde Colombia y llegar a Maracaibo, a formar parte de la dirección política del partido, proscrito por la dictadura desde 1948 y devastada por la Seguridad Nacional. El plan era que entraran al país por la zona de la Guajira, confiados en que, con las festividades de fin de año, las autoridades del régimen bajarían la guardia y sería más fácil burlar su vigilancia. “Éramos unos muchachos, pero no éramos ingenuos. Ya sabíamos lo que íbamos a enfrentar porque todos teníamos experiencia en la guerra contra la dictadura, habíamos estado presos y conocíamos también las durezas del exilio político”, puntualizó.
Le expresé mi admiración por su valentía y la de sus compañeros de generación y respondió con una reflexión sobre el miedo en situaciones como la que les tocó vivir. “Conocíamos bien el riesgo al que nos exponíamos, a una muerte probable, bastaba con mirar las notas de prensa para saberlo. Pero en esas situaciones, y a esa edad, uno tiene más miedo de tener miedo, y de que los demás se enteren, que a cualquier otra cosa”.
“El miedo no era lo peor aquella noche en Barranquilla”, expresó después de una larga cavilación. “Lo peor era esa sensación de impotencia que nos calaba el ánimo, esa frustración que nos amargaba, pues sabíamos que marchábamos a una lucha que, en la intimidad, creíamos estéril; aunque éramos soldados de la resistencia, o tal vez por esa misma razón, no estábamos de acuerdo con la lucha armada, pero esa es otra discusión. Igual íbamos a cargar a pecho abierto y con muy pocos recursos, aparte de nuestras convicciones democráticas, contra un enemigo que parecía de granito, que contaba con unas fuerzas armadas monolíticas –le juraban lealtad a diario– y contra una policía política desalmada y asesina”.
Nada más cierto. Apenas mes y medio antes, el 15 de noviembre de 1957, el régimen militar de Pérez Jiménez había reforzado el mito de su invencibilidad ganando, con ochenta y cinco de cada cien votos, un plebiscito que prorrogaba el mandato de todas sus autoridades por cinco años más. De nada valió que la oposición democrática de entonces argumentara que esa convocatoria violaba la constitución que el mismo autócrata había escrito. “Esa era la verdad, marchábamos a la muerte, y aunque nadie en el grupo lo decía, todos lo sabíamos, morir era para nosotros la opción más probable y esa vaina es muy duro sentirla a los veinticinco años”, dijo.
La precariedad de su situación; enconchados en la trastienda de una bodega en Barranquilla (en aquella época también había patriotas cooperantes –aunque entonces se les llamaba esbirros– que de buena gana habrían informado de su presencia); la conciencia que tenían de la inutilidad de su sacrificio y de la probabilidad de la muerte; y el hecho de que era la Noche Vieja, con su carga de nostalgias familiares aguzadas por los ecos de las celebraciones de los barranquilleros, terminó por sumirlos en la más profunda tristeza. “Si en ese momento hubiéramos escuchado el poema ‘Las uvas del tiempo’, recitado por el propio Andrés Eloy, creo que nos hubiéramos cortado las venas”, exclamó intentando ser jocoso.
Al caer la noche, con la intención de animarlos y por esa solidaridad criolla inagotable, el venezolano dueño de la bodega se presentó en el escondite con unas botellas de aguardiente, hallacas y un pedazo generoso de pernil de cochino. Les trajo además un regalo que los dejó boquiabiertos por lo extravagante: una piñata que tenía la forma de la cabeza de Pérez Jiménez, gorra militar incluida. Más que un obsequio, aquello parecía una burla cruel porque esa piñata, propia de los cumpleaños de la infancia no tenía el menor espacio en la situación anímica que estaban viviendo.
“Comimos, nos estábamos muriendo de hambre, y comenzamos a tomarnos aquel aguardiente colombiano que, aunque barato, sirvió para aflojarnos el nudo que teníamos en el alma. Poco a poco nos fuimos animando, contamos chistes y nos reímos a carcajadas mientras esperábamos las doce para desearnos un feliz año 1958. Sin darnos cuenta, aunque ese quizás era el propósito oculto de todos, nos fuimos emborrachando con aquel lavagallos. Con la intoxicación, el efecto eufórico de los primeros tragos se fue apagando y abrió paso a un estado de ánimo cenagoso. Un mar de fondo borrascoso que no tardó en mostrarse con los primeros comentarios tristes sobre las familias lejanas, algunos ya tenían mujeres e hijos. En cuestión de minutos empezaron a derramarse las primeras lágrimas y el silencio se apoderó del lugar..
Los comentarios tristes se transformaron luego en un resentimiento quejoso contra la indiferencia y el conformismo de los venezolanos ante las durezas de la tiranía. Venezuela que, en el mejor de los casos, nos parecía indolente y ajena al sacrificio de jóvenes como nosotros, no era el lugar donde querríamos ir a morir, ni el país ni la gente lo merecía. De esa idea pasamos entonces a atormentarnos con otra aún más dolorosa: la realidad era que los morituri que estábamos allí no teníamos patria un carajo y era una estupidez entregar la vida por ese país de mierda, que ya nos había arrebatado la juventud.
Estábamos entonces muy borrachos, y en eso vino lo peor de la noche, la piñata. Alguien la recordó y propuso que la tumbáramos para recuperar la alegría. Vainas de muchachos que en otra circunstancia quizás habría pasado por una jocosidad, pero es obvio que solo buscábamos un escape a nuestra desesperación, queríamos sacudirnos aquella atmósfera de sentimientos tan oscuros en la que nos habíamos sumergido. Colgamos la piñata de una viga del techo y, sin taparnos los ojos, con un palo de escoba que nos había dejado el paisano, nos turnamos para golpear aquella imitación burda de la cabeza del dictador. La golpeamos con todas nuestras fuerzas y con la rabia acumulada de años, pero fue imposible borrar siquiera la sonrisa de payaso del muñeco. La maldita piñata estaba hecha con un cartón demasiado grueso y el palo terminó por fracturarse en varios pedazos.
Fotografía del Archivo Fotografía Urbana
Fotografía del Archivo Fotografía Urbana
Uno de los muchachos saltó y tomó la piñata por lo que habría sido el cuello y la echo al suelo. Allí le dimos patadas y nos arremolinamos en torno a ella para rasgarla con uñas y dientes. Los caramelos del interior se regaron por el corredor donde estábamos, pero nadie estaba pendiente de ellos, todos estábamos obsesionados con la destrucción de la piñata devenida en ícono de la dictadura. Una vez desecha, cuando los pedazos eran ya muy pequeños, comenzamos a reír, con ese dejo artificial que tiene la risa de quien se sabe derrotado.
En eso estábamos cuando en Barranquilla estallaron los primeros cañonazos, sonaron las cornetas de los carros y los pitidos anunciando la llegada del nuevo año. Estallido de alegría popular que nos devolvió a nuestra triste realidad, y, como si se tratara de un grupo coral que sigue a un director invisible, dejamos de reír para ponernos a llorar al unísono. Nos abrazamos en la misma posición que teníamos en el piso, en cuclillas o arrodillados frente a los pedazos de la piñata, y así, llorando a mares la tristeza y la borrachera, nos quedamos hasta que los sonidos del jolgorio en las calles aledañas se disiparon, cualquier palabra habría sobrado. Estábamos convencidos entonces que, con todo y sus pesares, aquella había sido nuestra última celebración de año nuevo. Poco después, aún en silencio, cada uno se arrastró hasta el lugar donde había acomodado unos cartones y sacos de pita vacíos para terminar de pasar la noche.
Nos despertó un ruido muy fuerte en ese silencio profundo de los amaneceres del primero de enero. Serían como las ocho de la mañana y el brillo del sol irradiaba tanta luz, tanta vida, que pensé que se trataba de una ironía de Dios. Pero entre el trópico y el aguardiente barato no hay, como dicen ahora, un buen maridaje. Todo lo contrario, el dolor de cabeza de la resaca que deja el alcohol se agudiza con la luminosidad y con los ruidos tempraneros de nuestras ciudades, sobre todo en la costa. “El ruido que nos despertó no fue de la calle, fue el de un avión, grande, que pasó buscando el aeropuerto”, dijo uno de los compañeros desde su rincón.
El asunto no nos pareció extraño porque desde la tarde anterior, cuando llegamos allí, varios aviones habían sobrevolado el patio. Nos pusimos en movimiento, para estar listos al momento en que se presentara el contacto que iba a llevarnos a la frontera y de nuevo sentimos los motores de un avión aproximándose. Nos paramos en el patio a verlo pasar y nos mirábamos sorprendidos porque el ruido daba a entender que el avión volaba muy bajo. De pronto, con el ruido atronador de los cuatro motores, el avión pasó; le tomaría menos de un segundo cruzar la franja de cielo que se abría a nuestro patio. Cuando lo vi, sentí que el corazón me daba un brinco. No por lo cercano del avión ni por el peligro que representaba, sino porque alcancé a ver las siglas que lo identificaban escritas en letra azul. No completas, pasó muy rápido, solo las dos primeras letras sobre el fuselaje de aluminio, YV. “Coño, ese avión es venezolano”, grité a los otros.
“Discutíamos ya sobre la veracidad de lo que había dicho, los demás no se fijaron en detalle alguno, cuando llegó a nosotros el sonido de las sirenas de unos carros. Los bomberos o la policía, comentamos, el avión debe estar en una emergencia. Había también un fragor sordo de ruidos en la ciudad, gritos de la gente, bocinas de los carros, carreras. ‘Aquí pasó una vaina’, dijo alguno. Aquella era una conclusión que compartíamos y nos llenaba de incertidumbre, mas no había manera de enterarnos, y asomarse a la calle a preguntar no era para nosotros una opción. Decidimos terminar de alistarnos y estar preparados para lo que fuese.
En unos minutos, nuestro amigo abrió la puerta de la bodega y entró corriendo por el zaguán que llevaba al patio trasero con un radio en la mano. ‘Muchachos, se jodió la dictadura –gritó exaltado–, la Fuerza Aérea bombardeó Miraflores en la madrugada. El avión que vieron pasar es la Vaca Sagrada, el avión de Pérez Jiménez. El dictador huyó de Caracas y llegó aquí a Barranquilla’. Ni siquiera reaccionamos. Aquella vaina simplemente no la podíamos creer. Los reflejos desarrollados a lo largo de la clandestinidad pudieron más que la emoción de la buena nueva, nos miramos unos a otros y, con la sangre más ligera en las venas por la excitación de la noticia, le pedimos que enchufara el radio para escuchar las noticias.
En un par de horas, Radio Caracol se encargó de aclarar las cosas. En efecto, Miraflores había sido atacado por la Fuerza Aérea, aunque las bombas no habían dado en el blanco. El levantamiento había incluido unidades de blindados de Caracas y Maracay, pero el levantamiento había sido derrotado. El avión que vimos pasar era en efecto la Vaca Sagrada, pero no era Pérez Jiménez quien iba a bordo, sino los militares rebeldes, que lo habían usado para huir del país y evitar las tremendas represalias del régimen. El gobierno de Colombia les había concedido asilo político. Sin embargo, periodistas, políticos y expertos coincidían en una cosa: el mito del apoyo monolítico de las Fuerzas Armadas a Pérez Jiménez se había desmoronado.
Esa misma tarde, llegó un compañero con un mensaje de la dirección clandestina del partido en Maracaibo un mensaje escueto, que resumía todo: “Panorama cambió por completo. La victoria está muy cerca. Esperen en Barranquilla nuevas instrucciones”. La dictadura se desmoronaba ‘como si fuera un montón de piedras’, y el fragor de su caída llegaba nítido hasta nosotros. De la noche a la mañana todo había cambiado, atrás había quedado la noche, la noche triste de Barranquilla, la noche de la tiranía. Cuando entramos a Venezuela no fue a morir sino a celebrar la democracia y reunirnos con nuestros familiares”.

Tomado del Blog de Francisco Suniaga

http://prodavinci.com/blogs/la-noche-de-barranquilla-por-francisco-suniaga/


domingo, 24 de mayo de 2015

Monseñor Jesús María Pellín, digno servidor de Dios


Eumenes Fuguet Borregales (*)
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El 22 de octubre de 1892 nace en la ciudad de Caracas Monseñor Jesús María Pellín Chiquín, hijo de Don Juan Bautista Pellín y Doña Luisa Chiquín. Desde niño sentía el llamado para servirle al Supremo Creador,  concluida su formación sacerdotal en el seminario Mayor de Caracas, recibe la ordenación el 25 de mayo de 1918. Las autoridades eclesiásticas lo envían a estudiar Derecho Canónico y Teología en la Universidad Pontificias de San Apolinar en Roma en 1929. A los veintiséis años fue designado párroco de la parroquia de san José de Chacao. Cumpliendo su apostolado rinde una labor en beneficio de los enfermos, ancianos y los de escasos recursos económicos; empieza a destacarse por su elocuente verbo en los sermones dominicales y especialmente en las Siete Palabras en la Semana Santa ya que en esta fecha se conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo; Él era el orador más brillante de la Semana Mayor; las mujeres y hombres de todas las clases sociales del interior del país iban a Caracas a escuchar las Siete Palabras de monseñor Pellín, pronunciadas desde 1969 hasta sus últimos días terrenales en la  Iglesia de Santa Teresa y en diferentes templos. Su verbo  que llegaba al corazón de los feligreses explicaba los aspectos sociales, económicos y morales de la sociedad; era un verdadero libro abierto, vertical en su vida sacerdotal, con su pluma que halagaba como criticaba lo que consideraba incorrecto. El padre Pellín se hizo famoso, sobre todo cuando hablaba de política en la iglesia de El Valle". No se podía hablar de la Semana Santa sin dejar de citar a un hombre. Para cumplir con tantas solicitudes de las iglesias caraqueñas para dar su famosas e ilustrativas palabras, tuvo que contratar un chofer y un automóvil, que estacionaba a la puerta de la iglesia, para salir velozmente para cumplir con la feligresía que ávidamente lo esperaba en  otra iglesia.  Monseñor Pellín llegó a tener un récord de pronunciar en un Viernes Santo, cuatro, cinco y hasta siete veces los discursos de las Siete Palabras, cada uno con  una característica distinta.  En 1923 es enviado a  la Diócesis de Coro,  funciones que cumple hasta 1929, al ser designado Director del Diario La Religión, fundado el 17 de julio de 1890, considerado “El Decano de la Prensa Nacional” desde 1930 hasta 1968. Por su destacada actividad periodística, recibió los Premios Internacionales de Prensa: "María Moors Cabot" instituido por la Universidad de Columbia desde 1938 y el premio  "Mergenthalor". Por cierto Monseñor Pellín mantuvo una fraterna  y amistad con Don Germán Borregales de tal manera que lo designó corresponsal en Coro y le bautizó  y apadrinó a su hija Beatriz. Monseñor Pellín Es designado Canónigo de Merced de la Catedral de Caracas de 1933 a 1951, Arcediano de la misma de 1951 a 1961. Deán del Capítulo Metropolitano a partir del año 1961. Funda en 1935 la emisora La Voz de la Patria 710 A.M, donde retrasmitía actividades religiosas dirigidas especialmente a los enfermos e impedidos para asistir a la Santa Misa. Todos los días a las cinco de tarde transmitía el Rosario. Fue nombrado Obispo Auxiliar del Eminentísimo Cardenal Arzobispo de Caracas José Humberto Quintero y uno de sus Vicarios Generales. Su Santidad Pablo VI lo elevó a  Obispo. Monseñor Pellín fue galardonado con los doctorados Honoris Causa de la Universidades Santa María y de la Católica Andrés Bello, igualmente recibió un importante reconocimiento por parte de la Escuela de periodismo de la U.C.V. Se desempeñó como Director de la Sociedad Interamericana de Prensa. Dejó a la posteridad varias obras y publicaciones;  el ilustre y apreciado servidor de Dios, falleció el  20 de noviembre de 1969  en la ciudad de San Juan de Puerto Rico. El Doctor Rafael Caldera expresó: " es uno de los más grandes valores del periodismo y de la Iglesia". En su honor, todos los años la Conferencia Episcopal de Venezuela, otorga el premio “Monseñor Pellín”, a objeto de reconocer la  noble como arriesgada labor de los comunicadores sociales. A monseñor Pellín se le catalogaba como “el más acucioso historiador eclesiástico de América”. El Dr. José Antonio Giacopini Zárraga lo calificaba “un coloso”. AGRADECIMIENTO.  Al presentar el artículo Nro. 400,  deseo agradecer a la Directiva y personal del prestigioso Diario El Carabobeño, así como a los apreciados lectores, por su confianza y estímulo en la afanosa actividad  divulgadora. 
(*) Gral. de Bgda.                                                                                             churuguarero77@gmail.com
                                                                                                                                              @eumenesfuguet
Historia y Tradición

sábado, 23 de mayo de 2015

APUNTES PARA LA GENEALOGÍA DEL GRAL. CIPRIANO CASTRO

  Por Oldman Botello
                                                     
                           
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        En 1856 se efectuó el matrimonio de don José del Carmen Castro, hijo de Melecio Contreras y Bernarda Castro y fallecido en 1915 y doña Pelagia Ruíz Becerra, ambos campesinos de Capacho Viejo, estado Táchira, residentes en Las Lomas o Lomas Altas, frente a Capacho, valle estrecho por medio. Las dos únicas fotos que se conocen de don Carmelito y que datan de principios del siglo XX presentan a un hombre corpulento, de enmarañada y larga barba  bíblica. 
                                         

                                                                    


        

          
De la unión Castro-Ruíz nacieron:
I)                  Celestino Castro Ruíz, nació en Capacho el 9 de abril de 1856 y murió exiliado en Cúcuta el 30 de agosto de 1924, meses antes de su hermano Cipriano; casó con doña Teresa Cárdenas Zambrano. Fue su hija doña Ana María Castro Cárdenas. En enero de 1922 doña Ana María estaba residenciada en Santurce, Puerto Rico mientras los padres se hallaban en Cúcuta exiliados. Don Celestino era enemigo personal irreconciliable del general Gómez desde que debió entregarle bajo protesta ante su hermano don Cipriano, la presidencia del estado Táchira en 1900.
II)               Nieves Castro Ruíz, que tomó estado con el general Evaristo Parra. Doña Nieves tenía cierta instrucción a juzgar por la letra y la buena ortografía en su correspondencia. Aprendió inglés mientras vivió en Puerto Rico. Con descendencia: Numa Pompilio Parra Castro, nacido en 1886; Caracciolo, Enriqueta, Vicente, Nicolás y otro varón Parra Castro.
III)            Laurencia (llamada Laura), casada con don Hilario Lázaro, con sucesión varias hijas
IV)           José Cipriano (Cipriano) Castro Ruíz, nació en Las Lomas el 12 de octubre de 1858, fue su padrino de bautizo don Antonio Depablos. Murió en Santurce, Puerto Rico, donde se hallaba residenciado, el 5 de diciembre de 1924. Sus restos fueron trasladados  en la década del setenta del siglo XX a un panteón que le fue construido en Capacho  y el 14 de febrero de 2003 al Panteón Nacional. El periodista español Eduardo Zamacois tuvo la oportunidad de entrevistarlo en Puerto Rico en 1920, y de lo que vio fijó la figura del defenestrado presidente venezolano: “… de color cobrizo  (…) las piernas descarnadas, menudos los pies, el tórax angosto, las manos nerviosas, amarillas y extraordinariamente locuaces. El cuello demasiado ancho, quizás, de su camisa, exagera la delgadez avellanada  del pescuezo. Lo más interesante de su figura es la cabeza macrocéfala y calva, en la que el rostro, de mejillas flacas y alargado por una barbilla rucia, parece aplastado, devorado por el frontal alto, imperioso y enorme. Lleva los escasos cabellos, casi blancos, cortados al rape. Las orejas son grandes, los ojos, negros y terriblemente vivaces; la boca, de labios gruesos , dura, amarga, despreciativa y sensual”. (cit.p.Amado, Anselmo. Gente del Táchira (II): 44-45) El general Castro tomó estado con doña Zoila Rosa Martínez, nacida en San José de Cúcuta el 24 de mayo de 1868, y fueron sus padrinos Narciso del Prado y Rosa Navarro (Libro 15 de bautismos. Cúcuta, folio 74) Falleció en Caracas en octubre de 1952. Supuestamente hija del general Juan MacPherson en doña Dolores Martínez. Casaron en Capacho Nuevo (hoy Independencia), el 11 de octubre de 1886; ofició la ceremonia el presbítero Fernando Contreras (tío del Gral. Eleazar López Contreras) y fueron testigos Francisco Pérez y doña Nieves Castro Ruíz, hermana del novio. Sin sucesión en el matrimonio. Fueron hijos naturales de don Cipriano Castro, que se conozca, el ingeniero Cipriano Domínguez, de Caracas, autor del Centro Simón Bolívar y el ingeniero Cipriano Jiménez Macías, de Valencia. (1)
V)              Clotilde, casada con el Dr. Antonio Quintero Rojas. Con descendencia
VI)           Josefa (llamada Josefita y Chepita). Casada con el general Simón Bello, tachirense.  Vivía en Puerto Rico mientras el esposo estuvo preso durante ocho años y cinco meses. (2) A él lo liberaron y ella continuó en Borinquen. El general Bello debió pedir autorización al general Gómez el 2 de febrero de 1925 (ya él tenía cinco años libre, desde diciembre de 1921)  para que regresara doña Josefita: “Después de saludarlo mui atentamente, vengo de nuevo a exigirle me conceda el permiso de traer a Josefita al país; como Ud. comprenderá , ya ella i yo estamos viejos i enfermos, i es nuestro deseo mui natural de reunirnos en nuestros últimos años; espero de su bondad este favor i me conteste favorablemente por lo que le quedaré eternamente agradecido”. (Archivo O. Botello) Doña Josefita solo pudo venir al país mucho después. En junio de 1922 parecía que todo estaba listo para el regreso y Bello pedía permiso al general para traer sus muebles y su ropa, pero no se concretó nada a juzgar por esta carta de 1925.
VII)        Florinda Castro Ruiz (nombrada Flora y Flor), nació en Capacho en 1854; tomó estado con Alberto Cárdenas y fueron padres de Elenita Cárdenas Castro, que residía en Cúcuta en 1921.
VIII)     Consuelo Castro Ruíz, fue casada con el general Jesús Velasco Bustamante, emparentado con el general Juan Vicente Gómez y hermano del general Rafael María Velasco Bustamante, que fue gobernador de Caracas y ministro; hijo de don Ángel Ignacio Velasco Casique y María de la Cruz Bustamante. Ambos eran originalmente educadores en el Táchira antes de ingresar a la Revolución Liberal Restauradora en 1899. Hijas: Delia, Amanda y Elba Velasco Castro. Las hijas vivían en 1921 en San Cristóbal. En 1922 permanecían solteras. Delia era pianista y muy díscola; su hermana Amanda sufría la ausencia de Puerto Rico, donde se acostumbró a vivir; padecía de episodios de depresión y llanto. Creemos que de una de estas damas desciende el destacado diplomático y ex-Canciller, ya fallecido, José Alberto Zambrano Velasco, de tendencia socialcristiana.
  Don Carmelito Castro, al enviudar de doña Pelagia Ruíz en 1873 casó con doña Gumersinda Moros, de Capacho, hija adoptiva de don Jesús Moros, quien la registró con su apellido. Su padre biológico fue Nicolás González, capachero también, quien no le quiso dar su apellido. Los Moros eran posiblemente colombianos de ancestros  barineses, que huyeron al vecino país durante la guerra federal. El matrimonio Castro-Moros se efectuó el 11 de febrero de 1874  y dejaron a Capacho para residenciarse en el vecindario La Victoria, al pie de la montaña de Los Indios. Fueron testigos del segundo matrimonio don Segundo Ramón Sayago y doña Julia Pacheco. (Libro de Matr. 1874, folio ilegible; Moros Manzo, 2009: 37). La novia era hermana del general Eulogio Moros, que fue uno de los sesenta hombres que cruzó el río Táchira el 23 de mayo de 1899 al comienzo de la Revolución Liberal Restauradora. Tuvo cargos militares en el castrismo y en el gomecismo. Después pasó a encargado del hato La Candelaria, que perteneció al general Castro, su cuñado y luego, desde 1914 al general Gómez por una transacción entre este y la Nación, representada por el Procurador General. (Botello, 2013) Fue su larga sucesión:
IX)           Trino Castro Moros
X)              Román Castro Moros
XI)           Carmelo Castro Moros (1875-1957). Con rango de general. Casó con doña María Cristina Pellicer y fueron sus hijos: Cipriano y Carmelo Castro Pellicer, casado este último con doña Lourdes Acosta, con sucesión Carmelo Castro Acosta, que nació en 1954
XII)        Hortensia Castro Moros, casada y con sucesión
XIII)     Benjamín Castro Moros
XIV)    José Antonio Castro Moros
XV)       María Mercedes (nombrada Mercedes) Castro Moros
XVI)    Miguel Ángel Castro Moros. Tenía jerarquía de general
XVII) Ramón Castro Moros
XVIII)         Rafael Castro Moros
XIX)    José Manuel Castro Moros
XX)       Víctor Manuel Castro Moros
XXI)    Judith Castro Moros
Veintiún hijos en los dos matrimonios engendró don Carmelito Castro. Fueron hermanos  de don Carmelito, don José Antonio Castro y don Florentino Pernía.



NOTAS:
(1)  A don Cipriano lo perdió su vida disoluta. Un ejemplo de ello es una carta que envía el 29 de noviembre de 1905 desde un lugar denominado La Montaña, seguramente en el Táchira, una persona que dice llamarse Natalio Hernández, amigo de juventud, quien se duele de una fallida visita del general Castro a su tierra natal y que habría dejado a su amigo y a todos “con los ojos claros y sin vista”  cuando esperaba […] la presencia de mi querido Cabito en Pedernales” y le pregunta a don Cipriano con toda confianza: “¿Qué haremos ahora? Sobre todo con las diez hermosas damas, conquistadas para el parrandeo en El Roble y Los Guayos, entre ellas una……de chupe y déjeme el cabo.
¿Ya no danzaremos con ellas?
El Gral. Castro era objeto de un seguimiento por los cónsules venezolanos en las ciudades por donde pasaba. Y no solo los cónsules, había espontáneos que metían baza para recibir después su paga. El 25 de noviembre de 1916 escribe desde San Juan de Puerto Rico el supuesto abogado y notario Cay Coll Cuchi al general Gómez, informándole: “Como usted sabe, desde hace algún tiempo llegó a San Juan Cipriano Castro. Hizo ostentación de que venía a pasar unos cuantos meses de descanso en nuestro excelente clima; pero la festinación que puso en llevar a su lado a casi todos los reporters de San Juan para que dijeran en los periódicos que por ahora no pensaba en la política de Venezuela, era lo suficiente para desconfiar de sus propósitos anunciados, aun cuando no supiéramos ninguno de sus antecedentes”. Le comunica que hasta ahora había invertido 1.200 dólares en su trabajo de investigación con la ayuda de un grupo de espías a su servicio. Si el general Gómez seguía interesado en la pesquisa le solicitaba 1.000 dólares mensuales que pedían los espías. El 9 de noviembre de 1916, el cónsul en Puerto España, Luis Felipe Calvani informa al general Gómez: “Alguien que es amigo de Carmelo Castro me dijo que éste le había informado confidencialmente  que se hacen gestiones en el sentido de que a don Cipriano le cedan un parque que hay en Haití oculto, el cual fue introducido clandestinamente por ciertos jefes haitianos cuando sus dificultades con los Estados Unidos y con el propósito de resistir a los americanos. No sé qué hay de cierto en esto. Trataré de indagar […] Dicho Carmelo continúa enemistado con don Cipriano y hablando horrores de él, y hace poco me mandó a decir que como su hermano no quiere pagarle el dinero que él gastó en Barbados para salvar el parque y pagar los dos primeros años de depósito, está dispuesto a vendérselo a Ud. barato. Él está en Cúcuta”. (AOB)  El 16 de octubre de 1917, el mismo cónsul Calvani escribe al general Gómez manifestándole que el gobierno trinitario notificó al general Castro que debía salir de esa isla y él estaba haciendo esfuerzos para conseguir que lo dejaran viviendo en Trinidad. Escribió al gobernador asegurando que su actitud  era pacífica y prometía no mezclarse en los asuntos políticos de Venezuela; antes había estado cerca de tres años residiendo en la isla sin haber dado el más leve motivo  para que se le juzgase como conspirador. El gobernador respondió que esperaba instrucciones del ministerio de Colonias inglés para proceder en consecuencia, pero que procediera a preparar su equipaje con calma. Castro aseguró se iría a Tenerife que era “la tierra donde mejor lo habían tratado”. En conversaciones con algunos amigos informó privadamente que era partidario de los aliados en la I Guerra Mundial y que al terminar ésta “vendrá la guerra civil en Venezuela, y que nuestro pueblo lo aclamará a él, porque ya se ha dado cuenta de lo que él vale y significa y lo que ha perdido con su separación del poder”.  (AOB)  El general Castro siempre tuvo esos arranques de megalomanía. Siendo Presidente, conversando con el general Gómez y don Antonio Pimentel en las escaleras de Miraflores, dijo “¡los ojos del mundo están fijados en mí!” y el indiscreto de don Antonio Pimentel lo atajó y replicó: “No, general. No esté creyendo eso. A usted le dan una patada por el culo y lo bajan de estas escaleras”, de lo cual se rieron todos y antes de que el general Castro dijera algo contra Pimentel, el general Gómez se lo llevó del brazo al interior del Palacio, recordando a un personaje del Táchira que mucho los hacía reír con sus salidas.  La anécdota fue relatada por el propio Pimentel a don Florencio Gómez quien la contó al autor de esta genealogía.
   Doña Zoila Martínez de Castro fue una honorable mujer que sufrió con estoicismo las faltas de su libidinoso esposo. A pesar de ello –al igual que doña Dominga Ortiz de Páez- lo defendió. Ella escribió a Antonio Reyes cuando este publicó su libro sobre “Presidentas” de Venezuela en 1949: “Tengo que decirle que ni yo fui tan buena  como Ud. asegura ni Cipriano tan nefasto como lo describe”. Se cuenta que siendo primera dama del país y el general Gómez vicepresidente, le escribió una nota a este último donde le decía lacónicamente: “Compadre, venga para que me cape un gato”, como en los viejos tiempos del campo tachirense o de Bella Vista en Cúcuta. Años más tarde cuando regresó doña Zoila al país surgió un comentario quejumbroso de ella y el general Gómez, Presidente de la República, sacó de su guerrera en un encuentro que tuvieron en Las Delicias, Maracay, el papelito que tenía guardado tanto tiempo y le replicó mostrándole la nota: “Comadre, yo era el vicepresidente de la República” y tenía razón. El general Gómez siempre estimó a su comadre Zoila, madrina de bautismo de José Vicente Gómez Bello. En el país cada vez que  visitaba al Presidente le entregaba un sobre con dinero y tenía una pensión suficiente, aparte de lo depositado en bancos por la venta de sus propiedades, la mayoría de las cuales fueron adquiridas por el general Gómez.  No estaba mal doña Zoila en el exilio. Una carta del 27 de enero de 1922, de Ana María Castro Cárdenas para don Celestino Castro le informa que doña Zoila estaba en Nueva York en compañía de Ana Feliza (¿?) y “que se divierten y gozan mucho”. Se habían ido desde agosto de 1921 y no tenían fecha de regreso. En la misma carta le comunica a don Celestino que su tío Cipriano “está bien de salud, pero un poco neurasténico, que ese mal es casi general” y le añade que su tío Simón Bello está en libertad. En una carta anterior, del 4 de enero le dice a su tío Celestino: “Tengo esperanzas de verlo pronto, pues parece que Dios va [a] hacernos un gran milagro y según últimas noticias bastante frescas, al cochinito ese gordo le llegó al fin su sábado”. Se refería indudablemente al general Gómez. Esa noticia corrió como pólvora porque a mediados de 1921 el general sufrió un grave ataque de uremia que lo puso a las puertas de la tumba pero se recuperó y de allí las esperanzas de la joven Ana María. Aún restaban al mandatario trece años de vida.
   Doña Zoila escribió una nota desde  Guaynabo, Puerto Rico, el 28 de julio de 1930 donde le recuerda el nombramiento de un cónsul, aparentemente aceptado de antemano por el general Gómez y que podría ser el de Trinidad, que necesitaba un cambio. También le recuerda un terreno cuya compra sugirió al general Gómez y propiedad de don Santiago Ibarra; con el dinero percibido, este último le cancelaría a doña Zoila unos dólares que le debía. (AOB)
(2) El general tachirense Simón  Bello estaba preso desde 1913 cuando fue capturado en una invasión antigomecista por tierras falconianas mediante una trampa que le montó el Gobierno del estado y en la cual participó el ejército. Entre ellos figuró el periodista y escritor villacurano Rafael Bolívar Coronado (1884-1924), al servicio del régimen. Escribió en sus Memorias de un semibárbaro que en el camarote del barco donde venía Simón Bello no encontraron armas sino unas botellas de buen brandy y unas cajas de condones. Así lo retrata Bolívar Coronado: “Hombrecito como de cincuenta años, obeso, de una vulgarísima obesidad; estatura bajita, afeitado el bigote, corto el pelo al rape, con blusa y pantalón amarillo…y tratando de asumir una actitud marcial”. (Botello, 1993: 51) Fue liberado en diciembre de 1921. Su cuñada Florinda Castro da cuenta el 5 de enero de 1922 a su hermana Consuelo  cómo fue la reacción de todos cuando se supo la libertad de don Simón en Puerto Rico: “…ustedes no tienen idea de cómo fue ese momento de locura, lloros y ahogazones, pues a Josefita le dio un mal que no respiraba” (AOB)  Ana María Castro Cárdenas le dice a su tío Celestino, que permanecía en Cúcuta que su tío Simón Bello “ha salido muy enfermo y gracias salió vivo”. (AOB)

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