JESUS ALFARO GARANTÓN
A mi madre quien siempre disfrutaba de estos escritos
DICIEMBRE
DE 1951- Los primeros días de Diciembre los grandes almacenes de Caracas
colocaban en sus vitrinas las diferentes cajas de patines de ruedas, el regalo
más preciado para todo muchacho caraqueño de la época. La oferta era tentadora,
se apilaban altísimas columnas de cajas de cartón con su tesoro de ruedas de
acero en su interior. Habían dos marcas de patines UNIÓN, que eran chimbos y
sus ruedas se abrían por la banda de rodamiento en pocos días; la otra marca
era los afamados WINCHESTER, que se ofrecían en tres categorías, Primera, el
tope de la línea, los de Segunda y los menos agraciados de Tercera, desde luego
que los más caros eran los de Primera. Cuando aparecía la primera vitrina
ofreciendo patines, la noticia corría como pólvora entre los muchachos y
corríamos anhelantes a ver esas maravillas. Nos agolpábamos ante las vidrieras
de la juguetería y contemplábamos por largo tiempo tanta belleza, hasta que el
dueño nos corría. Volvíamos a casa y comenzaba el tira y encoge entre nosotros
y mamá hasta convencerla después de días de argumentaciones que debía
comprarnos los ansiados patines. Siempre nos tocaban WINCHESTER Segunda porque
éramos tres hermanos y el presupuesto familiar de la casa de un educador,
siempre había que estarlo estirando. Solamente en una ocasión me tocó usar unos
WINCHESTER Primera, cuando mi padrino en un raro gesto de magnanimidad me los
regaló. Ese Diciembre mis hermanos mayores no me dirigieron la palabra.
Una
vez con los patines en la mano comenzaba “la doma” de los artefactos,
patinábamos por las aceras y calles vecinas, rompiendo así las hostilidades con
los policías. La policía de esa Caracas no tenía mucho trabajo, acaso llevar
preso a algún borrachito que escandalizaba y el resto del día se dedicaban a
enamorar a las muchachas de servicio de nuestras casas. Mataban el tiempo aterrorizando a los muchachos y
nosotros respondíamos haciéndoles la vida imposible. El patinar por calles y
aceras era una grave afrenta a la autoridad policial y esto despertaba el ansia
de cacería de los uniformados. Esta era una guerra generacional, muchachos y
policías eran enemigos irreconciliables. En una ocasión fuimos cercados por
varios policías y fui pillado por el mismísimo Pablote, un negro grandísimo y
el más temido policía del barrio, quien me llevó preso a la jefatura.
Los
demás muchachos que escaparon a la persecución corrieron a mi casa a avisarle a
mi abuela, quien tomó un paraguas y fue a rescatarme a la jefatura de policía.
Al entrar fue directo contra Pablote y le asestó dos paraguazos por la cabeza,
mientras preguntaba ¿Dónde está mi muchacho?
Inmediatamente me asió de la mano y nos marchamos, no sin antes
detenerse en la puerta y soltar una última advertencia: “Si vuelves a tocarlo,
te mato a palos”. Desde ese día Pablote comenzó a respetarme, evitaba
encontrarse conmigo y si me veía a distancia, discretamente cruzaba a la acera
de enfrente. La jerarquía que tenía yo entre mi grupo de amigos sufrió un
cambio repentino, ya no era el más chiquito sino que era guapo y apoyado.
Las
misas de aguinaldo se realizan desde el 15 de Diciembre hasta el 24, tiempo de
adviento, la preparación para la Navidad y las patinatas eran su alegre acompañamiento.
En verdad yo nunca fui a una misa de aguinaldo, pero no pelaba una patinata.
Esos nueve días eran esperados como se espera hoy el mundial de futbol, nada
los superaba. La cosa es que ese año de antes era larguísimo y ahora son
corticos y se necesitan 4 años para emparejar la espera.
Intentaré
describirles cómo eran las llamadas patinatas. El asunto comenzaba la noche
anterior cuando escogíamos la ropa de abrigo que nos ayudara a soportar “el
pacheco” de la madrugada y nos acostábamos temprano para aguantar el madrugonazo. Como a las dos de la
mañana comenzaban a oírse el ruido de los patines y las risas de los primeros
muchachos empatinados que iban llenando las calles y en poco tiempo nosotros
nos sumábamos al tropel, dirigiéndonos
hacia Los Caobos, que era el centro de la verdadera diversión. En ese
rumbo pasábamos por la Plaza Mohedano, donde Planchart y compañía vendía los
lujosos Cadillacs y en sus cercanías estaba el exclusivo MAXIMS, un restaurant
dancing de la alta sociedad y en cuyas puertas estaba siempre estacionado un
coche tirado por caballo y donde permanecía en su puesto de auriga un viejo
impertérrito y barrigón que todo el mundo conocía como Isidoro. En ese sitio se levanta hoy el Teatro Teresa Carreño.
La
zona de patinaje oficial era la avenida principal del parque Los Caobos, que se
extendía desde la plaza de los museos hasta la subida que terminaba en un
puente de reciente construcción que atravesaba el rio Guaire y en ese año se
extendía a una sección de autopista recién pavimentada que corría por unos 500
metros entre la orilla derecha del rio y el bosque hoy llamado Jardín Botánico.
Estos fueron los primeros 500 metros de la autopista Francisco Fajardo, actual arteria vial de Caracas.
En
Los Caobos se patinaba con libertad. Había los caribes que patinaban tipo
profesional y los maletas que nos las pasábamos en el suelo y con las rodillas
peladas. Las muchachas usaban pantalones y siempre iban en grupo y habían otras
más tontas (o vivas) que usaban falditas y permitían que les “cogieran
picones”, así se le decía el poder mirar la entrepierna y hasta distinguir el
color de los “blumers” cuando se agachaban o se caían. Coger Picón debe ser una frase derivada del juego de béisbol, donde
coger picón es atrapar la pelota después que esta rebota en el terreno y que se
considera una jugada de fácil realización. Hoy no se dice coger picones y estas
palabras han sido reemplazadas por otras de la jerga beisbolera “me la pusieron
bombita”.
Cuando
comenzaba a clarear, radio patrullas de la policía con su color negro que iba
desde el capó por todo el techo y que todos los muchachos llamábamos
“mapurites”, recorrían el sector y nos decían por megáfonos que la patinata
había terminado. Era la hora de desayunar unas deliciosas arepitas dulces que
freían unas señoras en sus improvisados tenderetes alrededor de los museos.
Comenzaba el regreso a casa, esta vez con los patines en el hombro, porque la
ciudad había despertado y el tráfico automotor había recuperado su derecho a
las calles. En ese transitar íbamos recolectando las botellas de leche y panes
que los madrugadores repartidores de las panaderías, habían dejado a las
puertas de las casas. Esos panes y leche completaban nuestro desayuno. Nadie
consideraba que esta sustracción era algo malo, las familias afectadas lo
asumían como una contribución a las misas de aguinaldo o al menos eso creía yo.
Hoy
esa Caracas permisiva está acabada; así como la cabilla y el cemento cambió sus
estructuras, también creció en población y se hizo esta inhóspita ciudad de la
actualidad. Quien piense ir a patinar una de estas noches a Los Caobos, le
recomendaría consultarlo previamente con mi amigo y obligado lector de estos
artículos Ignacio Taboada, quien seguramente le encasquetará una camisa de
fuerza bajo el diagnóstico de Psicosis
con Graves Tendencias Suicidas y le prescribirá un cuarto de kilo de Valium
tres veces al día.
No
todo tiempo pasado fue mejor, ni hoy las maravillas tecnológicas nos llevan al
éxtasis, solamente hay que saber aprovechar y disfrutar cada uno de los días
que Dios nos ha regalado en esta tierra. ¡¡¡FELIZ NAVIDAD!!!
le juro que cada segundo me imagine a aquella caracas de antaño que describe, mil gracias por eso!
ResponderEliminarQué gran placer leer el maravilloso artículo de Jesús Alfaro Garantón y revivir los días de las Patinatas en Los Caobos.
ResponderEliminarMe temo que mis patines eran WINCHESTER de Tercera, pero para mi eran todo un tesoro. Era emocionante despertar con los primeros patinadores que pasaban por el Este 10 Bis de El Conde, donde vivíamos, vestirnos rapidamente para unirnos a los grupos de amigos y patinar hacia la Plaza de los Museos...Gracias Jesús!